EnglishDurante más de una década, el narcotraficante colombiano Pablo Escobar sembró el terror en Colombia. Su historia es apasionante. Una meteórica carrera delictiva —empujada por algunos de sus delirios de grandeza— lo catapultó de ser un sencillo contrabandista de productos electrónicos a convertirse en el capo de las drogas más importante —y temido— de Colombia y el mundo.
En el trajín dejó un tendal de muertos. Asesinó a ministros, jueces, periodistas, policías, dinamitó un avión de línea repleto de pasajeros en pleno vuelo, asedió el Palacio de Justicia, y voló la sede del servicio de inteligencia colombiano, el Departamento Administrativo de Seguridad, mientras compraba la voluntad de las autoridades que garantizaban su impunidad. Al mismo tiempo, consolidaba su posición como el rey de la cocaína en los Estados Unidos, un negocio con el cual conquistó el 80% del mercado.
La vida del ambicioso Escobar fue tan intensa como lo es Narcos, la nueva producción original de Netflix, basada la vida del “Robin Hood paisa”, pero por motivos diferentes. Condensar en 10 horas la carrera criminal de más de 10 años de una de las figuras del mundo del hampa que más fascinación ha despertado, al menos en América Latina, es una tarea difícil, y a pesar de los notorios esfuerzos de producción se queda a medio camino.
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El blondo agente de la Administración para el Control de las Drogas (DEA) Steven Murphy (Boyd Holbrook), con su marcado acento sureño, llega a tierras colombianas tras una temporada observando como crecía la violencia en Miami, ahora bajo control de los narcos colombianos. “Los colombianos habían reemplazado a los hippies, y ellos no usaban sandalias”, describía. Murphy comienza desde el minuto cero a narrar algunos aspectos claves de la historia del “Patrón” para aquellos que no están familiarizados con el personaje, pero por momentos su voz se convierte en tediosa y se limita a describir lo que aparece en la pantalla. Lo estamos viendo, Steve.
Si el agente Murphy es a veces más una molestia que detiene la historia en vez de avanzarla, su compañero Javier Peña (el chileno Pedro Pascal, o el principe Oberyn Martell de Game of Thrones) la hace más tolerable, su experiencia en la caza de narcos colombianos lo despega de la ingenuidad inicial de Murphy, y agrega picante a esa parte de la historia.
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Y luego está Pablo Escobar, interpretado por el brasileño Wagner Moura, que deja sabor a poco. El personaje es interesante, pero queda lejos de la atracción que logra generar Andrés Parra en la telenovela colombiana Escobar, el Patrón del Mal, quien le imprime una mayor carga emocional y deja expuesto el fuerte y violento carácter del monarca blanco. Probablemente sea porque Moura es brasileño, y para un hispanohablante su acento colombiano es, por lo menos, dudoso, pero para el público angloparlante, la gran cantidad de diálogos en español aporta mayor realismo.
No me malinterpreten, Narcos no es una serie aburrida. Ofrece buenas escenas de acción y suspenso, y el thriller político subyacente es entretenido, pero desaprovecha la rica figura de Pablo Escobar y no logra diferenciarse de cualquier otra serie o película que aborde el crimen organizado.
El director y productor brasileño José Padilha, director de Tropa de Elite, alcanza un nivel visual superlativo, pero por sobre todas las cosas plantea efectivamente la ambigüedad moral que representa la guerra contra las drogas. La serie traza un paralelo entre los narcos y las fuerzas de seguridad, que mientras no se enfrentan entre si, recurren a medios similares para cumplir sus objetivos.
Ni siquiera queda claro quién es quién, en tiempos donde las dobles lealtades entre las fuerzas de seguridad colombiana estaban a la orden del día. Uniformados que llevaban la insignia del Ejército pero respondían a Escobar, policías que eran la fuerza de choque del Cártel de Medellín, agentes para quienes los sobornos y las torturas era parte de su rutina, sicarios y esbirros que delataban a sus jefes, políticos comprados hasta la médula. Los colombianos de a pie estaban indefensos, quedaron atrapados en el fuego cruzado entre dos bandos —el Estado y los narcos— cuyas credenciales como promotores de la moralidad eran risueñas.
Narcos, pese a ser poco interesante para conocer en profundidad la vida de Pablo Escobar, se compromete con la historia (aunque tampoco está exenta de algunos dislates en este sentido). Durante la serie están intercalados fragmentos relevantes que le dan un contexto histórico a la ficción, incluido el “Just say no” de Ronald y Nancy Reagan, el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán, y algunas imágenes de Escobar durante su campaña política, a comienzos de la década de 1980.
La próxima temporada de Narcos —aún no confirmada— debería incluir el último año de vida de Pablo Escobar, algo extraño considerando que se comprimieron casi 17 años en los primeros 10 capítulos. Quizás estemos en la antesala de una próxima temporada más informativa, detallista, entretenida, y que nos lleven una vez más a la reflexión del fracaso que resultado ser la guerra contra las drogas.