Hay […] millones de argentinos que economizarán hasta sobre su hambre y su sed, para responder en una situación suprema a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros
La frase, por supuesto, no la dijo la presidente Cristina Fernández de Kirchner, ni su difunto esposo, ni alguno de los gobernantes que, en las últimas décadas, ha tenido Argentina. Fue pronunciada en 1875 por el presidente Nicolás Avellaneda cuando su país atravesaba por una difícil situación financiera que ponía en duda la capacidad de pago de la nación y su credibilidad internacional. Avellaneda hizo fuertes recortes presupuestarios, redujo drásticamente el número de empleados públicos, rebajó sus sueldos y, en poco tiempo, se puso al día con el pago de las deudas y logró que retornara la confianza del mundo hacia Argentina.
Hoy, en cambio, asistimos a un espectáculo por completo diferente, pues la presidente actual y su equipo económico acusan a sus acreedores de comportarse como buitres. Llaman “fondos buitre”, concretamente, a los que manejan las acreencias que no fueron reestructuradas en los refinanciamientos que se hicieron en 2005 y 2010. Para aclarar esta complicada situación recordaremos al lector que, a finales de 2001, Argentina se encontró en una situación de default: No podía pagar los intereses ni el capital de la inmensa deuda (unos US$144.000) que se había acumulado en los últimos años. El congreso de la república, en medio de muestras de alegría, decidió repudiar la deuda con el exterior y devaluar fuertemente las obligaciones que tenía en el mercado local. Decenas de miles de argentinos vieron recortados así, de un día para otro, los ahorros que habían hecho a lo largo de su vida: ¡Por cada 100 pesos que poseían en diciembre de 2001 se quedaron apenas con 28!
Los acreedores extranjeros reclamaron y, por fin, se llegó a un acuerdo con ellos: Su deuda sería pagada, pero solo en parte, perdiendo en esa reestructuración dos tercios de su capital y soportando además una reducción de los intereses. La mayoría aceptó, para no perder todo lo que tenía en juego, pero algunos se resistieron: Un 7% de ellos no firmó ese compromiso y vendió sus papeles a fondos de inversión que, luego de un largo juicio, lograron que Argentina tuviese que comprometerse a pagar íntegramente lo que les debía. Cuando un tribunal de Nueva York –al que ambas partes habían aceptado recurrir– falló a favor de estos fondos, Argentina se encontró en una seria situación financiera otra vez al borde del default.
El gobierno de la presidente Fernández ha tratado de que se anulase la sentencia, ha acusado de buitres a sus acreedores, ha proferido improperios y hasta ha recurrido a la Organización de Estados Americanos (OEA) para no tener que pagar lo que siempre ha debido y se resiste tercamente a abonar. La OEA le ha prestado su solidaridad –no le ha prestado dinero, obviamente– y la oposición, chantajeada por sentimientos nacionalistas, ha apoyado en general al gobierno de la presidente.
Pero no se trata de una causa justa ni moralmente defendible. En primer lugar porque la actitud de no pagar lo que se debe no es éticamente justificable: ¿Qué pasaría en nuestro mundo, en nuestras relaciones personales, sociales y mercantiles, si todos dijésemos que, por un motivo u otro, no vamos a pagar? ¿Quién sería el ingenuo que, entonces, prestaría dinero a los demás, ya se trate de personas, empresas o gobiernos? En segundo lugar, porque las reestructuraciones de la deuda que hizo Argentina no podían, ni pueden, ser consideradas como obligatorias para los acreedores. Ellos compraron deuda de buena fe y no tienen por qué someterse a quitas que erosionan notablemente su patrimonio.
Más allá de estas consideraciones básicas están además otros hechos, concretos y reales, que acusan a los últimos gobiernos del país y no a sus acreedores. Porque los argentinos soportan altos impuestos, una agresiva entidad impositiva que viola todos los derechos individuales y una presión intolerable a veces por parte del fisco. Es decir, que los gobiernos sucesivos imponen una pesada carga a los contribuyentes, pero ¿qué entregan a cambio? El gasto público argentino se ha encaminado a alimentar una burocracia inmensa e improductiva y a vastos programas sociales que solo han servido para crear millones de dependientes de las ayudas estatales. Muy diferente era la Argentina en la época de Nicolás Avellaneda, cuando el país, después de pagar las deudas, emprendió programas de largo alcance para crear una infraestructura de servicios –ferrocarriles, puertos, caminos y edificios públicos de todo tipo– que sentaron las bases para que el país se pudiese situar entre los más ricos del mundo.
Buitres son los gobiernos que succionan la riqueza de los ciudadanos para usar en beneficio propio lo que obtienen por la vía de los impuestos. Buitres son los corruptos, que abundan en el gobierno actual –comenzando por el propio vicepresidente– y los que gastan el dinero de los demás para afirmarse en el poder y gobernar como déspotas, no quienes han prestado su dinero, tal vez ganado con mucho esfuerzo, a un gobierno que es incapaz de cumplir con las obligaciones que en su momento aceptó.