EnglishAnte el monstruoso crimen de Iguala, México, en que fueron brutalmente asesinados 43 estudiantes, mexicanos de toda condición han salido a protestar en las calles de ese atribulado país. Su furia, su indignación, son bien comprensibles: una devastadora “guerra contra las drogas” han propiciado la creación de poderosos y despiadados cárteles, organizaciones criminales que mantienen en zozobra a la gran nación mexicana, muchas veces con la complicidad de políticos, policías y altos funcionarios, como lo ha evidenciado este caso.
Las protestas, sin duda, son necesarias: quienes dirigen el país deben entender que muchos ciudadanos han llegado al límite de lo que pueden soportar, que algo deben hacer para que la trama de violencia y corrupción que se ha creado en los últimos años sea combatida con eficacia, que deben crearse las condiciones para que todos puedan vivir en paz para proseguir sus propios fines, para poder trabajar con tranquilidad y crear riqueza.
Pero para que las protestas proporcionen resultados efectivos deben ser algo más que la expresión de emociones y meros deseos indefinidos, deben apuntar hacia la realidad y los cambios que, en la práctica, es posible realizar. No se trata de abandonar la protesta, en absoluto —se trata de convertirlas en una herramienta útil para ir hasta el fondo de los problemas.
Si las protestas no apuntan a fines definidos, si no reclaman lo que en la vida política es posible cambiar, su vigor se pierde, se diluye
“Queremos que aparezcan vivos los 43 estudiantes”, han manifestado miles de personas en diversas ciudades de México, obviando la realidad de que el crimen que repudian ya se ha llevado la vida de esos inocentes jóvenes. El deseo es comprensible: ¿quién no quisiera dar marcha atrás a los hechos y recuperar la vida de quienes perecieron en esa absurda carnicería?
Pero, más allá de lo que pudiera significar esta consigna desde el punto de vista psicológico, queda la triste realidad de que es un deseo irrealizable, que nada obliga a hacer a las autoridades. Tiene un comprensible valor catártico, pero nada más. Si las protestas no apuntan a fines definidos, si no reclaman lo que en la vida política es posible cambiar, su vigor se pierde, se diluye, y se deja pasar la oportunidad de realizar las muchas transformaciones que necesitan nuestros países.
En este caso podríamos hablar del fin de esa guerra absurda contra los traficantes de drogas, de la depuración de la policía, del enjuiciamiento de los responsables, de infinidad de medidas por las que hoy se podría luchar. Un auténtico liderazgo político debiera encauzar entonces la indignación ciudadana hacia los objetivos que, en los hechos, ahora se podrían alcanzar.
El caso mexicano no es único y me recuerda varias otras situaciones semejantes que se han dado en países de América Latina. En 2001 y 2002 los venezolanos salieron por millones a las calles gritando “se va, se va…” contra el gobierno de Chávez, con la ilusión de que el déspota que los gobernara renunciara a la presidencia y se marchara; pero, sin objetivos concretos, sin una dirigencia que entendiera cómo acabar con el régimen que soportaban, Hugo Chávez se quedó en el poder hasta su misma muerte en 2013. Algo parecido ha ocurrido con las protestas que, a comienzos de este año, hicieron miles de valientes y decididos estudiantes venezolanos.
Hay que tener ideas claras respecto a la causa de nuestros males y una dirigencia capaz de entender la realidad y el curso que debe tomarse para cambiarla
Para las mismas fechas millones de argentinos salieron también a las calles, desesperados por la crítica situación económica y las absurdas políticas gubernamentales, gritando “Que se vayan todos”. No todos se fueron, obviamente, y aparecieron los esposos Kirchner, que se han aferrado al poder y han creado otra crisis económica que será, tal vez, más grave aún que la de la década pasada. Igual de ineficaces han resultado las manifestaciones de los “indignados” españoles y griegos y de los brasileños que se levantaron contra los gastos superfluos y la enorme corrupción que reina en su país.
Todos estos casos muestran, a mi entender, que de nada sirve protestar si no se tiene a la mano alguna alternativa definida para mejorar las cosas, algún camino o vía que resulte practicable para modificar la opresiva realidad que se vive. Y para eso, por cierto, hay que tener ideas claras respecto a la causa de nuestros males y una dirigencia capaz de entender la realidad y el curso que debe tomarse para cambiarla.
Solo así podrá encauzarse positivamente el deseo de cambio de los millones de latinoamericanos que queremos algo mejor para nuestros países que la violencia, la corrupción y el desbordado e ineficiente gasto de los Gobiernos de nuestros países.