El complicado proceso de paz en Colombia parece estar llegando a un punto crítico. En las próximas semanas terminarán de definirse los términos de un acuerdo que podrá inaugurar una deseable era de paz, pero que podrá también traer muy negativas consecuencias. Dos novedades se han producido en estos últimos días que apuntan a los peligros que suscita el fin del conflicto armado.
Por una parte el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, se ha reunido con su homólogo estadounidense, Barack Obama, quien ha prometido un sustancial apoyo financiero a la nueva era que podría abrirse: algo así como US$450 millones. La reunión entre ambos ha sido muy cordial y Obama ha destacado que se trata del apoyo a una nación amiga y aliada, y de ningún modo de una intromisión o interferencia en sus asuntos internos. Pero —y esto es lo preocupante—, se ha mencionado también que se busca que el acuerdo lleve a una plena justicia, lo que incluye el castigo para quienes, en las Fuerzas Armadas, hayan cometido actos que se califican como delitos de lesa humanidad.
Estados Unidos sigue presionando en Colombia, en Guatemala y en otros países de América Latina, para que se castigue duramente a los militares que encabezaron la contrainsurgencia, pero cierra los ojos ante los actos cometidos por guerrilleros que, en el fondo, no respetaron norma alguna; que se alzaron contra Gobiernos legítimamente constituidos, que secuestraron y mataron a civiles de toda condición, y que cometieron obvios actos de terrorismo.
No entendemos, sinceramente, este afán del Gobierno del país del norte por presionar para que se ejecute una justicia sesgada que erosiona la reconciliación nacional, como se hace en el caso guatemalteco, impulsando que se juzguen hechos del pasado que —si bien condenables—fueron cometidos por ambos bandos en lucha, no solo por los encargados de la represión.
Las amnistías, en todos nuestros países, no han sido respetadas en lo más mínimo o, más exactamente, han servido para cubrir los excesos de uno de los bandos en pugna
El segundo hecho que debemos mencionar es la negativa tajante de las FARC a que los acuerdos logrados sean ratificados por el soberano, por el pueblo colombiano, mediante un plebiscito que pronuncie la última palabra sobre tan espinoso asunto.
Los narcoguerrilleros de las FARC saben que la opinión pública no podrá aceptar las grandes concesiones que el Gobierno les está haciendo en la mesa de negociaciones y quieren presionar para que se les otorguen garantías de todo tipo y —pasando por alto la opinión pública— se adopten políticas favorables a sus intereses. Lo irónico, que raya en la mayor desvergüenza, es que los insurrectos que aún enarbolan las armas mencionen la constitución del país para escudarse detrás de ella e impedir la expresión de la voluntad popular.
[adrotate group=”7″]Si todas estas presiones se concretan, si Estados Unidos sigue en su línea de buscar el castigo para los ejércitos que pelearon la insurgencia y, en cambio, ofrecer garantías de todo tipo para quienes se alzaron en armas, Colombia llegará a la misma situación en que se encuentran varios países de América Latina: exguerrilleros que son miembros del Congreso, ministros o hasta presidentes —como en el caso de El Salvador— y oficiales del Ejército que se encuentran presos por excesos que ellos no cometieron. Las amnistías, en todos nuestros países, no han sido respetadas en lo más mínimo o, más exactamente, han servido para cubrir los excesos de uno de los bandos en pugna, pero dejando al otro a merced de la venganza de quienes lo combatieron.
Los colombianos, creo, deberían aclarar bien los términos de lo que se firma antes de proceder a aprobar los acuerdos. Si se quiere una auténtica reconciliación, una paz que sea firme y duradera —como se decía en el caso de Guatemala—, debería rechazarse toda injerencia extranjera y señalarse explícitamente que la amnistía y el regreso a la vida pacífica valen realmente para todos, sin exclusión alguna y sin el sesgo ideológico que se le ha dado a estos procesos de paz.