EnglishPara los que defendemos las libertades individuales como un valor de primer orden, el brutal atentado contra un bar en la Florida -con su medio centenar de muertos- y la crisis de los migrantes en Europa, nos colocan en un dilema al que tenemos que responder si queremos seguir existiendo como una alternativa real en el campo de las ideas. Porque ni la pasividad ni las propuestas irracionales son verdaderas soluciones al problema planteado.
Los gobernantes como Barack Obama o Angela Merkel aceptan que existe terrorismo, pero niegan que éste sea de carácter islámico. Su defensa de los Derechos Humanos y de la tolerancia los llevan a cometer errores de concepto y a negar los hechos que están a la vista: destacan, por ejemplo, que la mayoría de los musulmanes son pacíficos –lo que es cierto- pero cierran los ojos ante la evidencia de que una minoría radical es la que está en estos momentos trazando la línea de conducta que todos siguen.
Estos gobernantes quieren proteger a los millones de migrantes pacíficos que escapan de la guerra y de la opresión, pero no entienden que entre ellos –también- puede haber cientos o miles de terroristas. Son abiertos y tolerantes ante la diferencia, pero no comprenden que algunos –por la fuerza- quieren que sus países pierdan su actual modo de vida y abandonen sus valores.
Sus opositores –como Donald Trump y varios partidos europeos de derecha- ven con claridad la relación que existe entre islamismo radical y terrorismo, entienden que no podemos ser tolerantes ante quienes nos quieren quitar nuestro derecho a ser como somos y destacan el grave peligro en que estamos, pues somos el objetivo de la guerra santa que encabeza el llamado Estado Islámico, ante quien todos somos infieles por igual.
Sin embargo proponen medidas guiadas por la intolerancia y a veces absurdas e ineficaces, pues no es cerrando fronteras o construyendo muros que se puede combatir el terrorismo. El enemigo, los fanáticos que estallan bombas o se inmolan en tiroteos salvajes, están ya dentro de sus fronteras y muchas veces son tan norteamericanos o europeos como ellos. Su nacionalismo, además, resulta sumamente peligroso pues –sobre todo cuando se lleva al plano económico o militar- es el mejor caldo de cultivo para la guerra. A guerras que serían devastadoras pero que no eliminarían al enemigo: el terrorismo islámico.
¿Qué podemos tomar de una y otra posición? Creo que los valores de la tolerancia, el respeto al individuo y la libertad no son negociables, pero pienso que la tolerancia tiene un límite: no podemos tolerar a los intolerantes, al menos no podemos hacerlo más allá de cierto punto. Y los valores mencionados, a juicio personal, no son para nada incompatibles con un Estado fuerte en la defensa de los ciudadanos porque para eso, precisamente, es que existen los Estados: para defendernos de quienes pretenden someternos o destruirnos.
El primer paso para que esta defensa sea efectiva es que los gobernantes entiendan, ante todo, contra quiénes están luchando, que no cierren los ojos ante el peligro, que ese pensamiento que llamamos “políticamente correcto” no paralice su acción y se puedan tomar las duras medidas que se necesitan para enfrentar la amenaza.
No se puede combatir a un enemigo si, de algún modo, lo estamos justificando o dándole la razón. Si continúan negando la realidad, si no encaran los hechos con valentía, dejarán el campo a quienes, opuestos a los valores liberales, nos llevarán al borde del precipicio de la guerra.
No se trata de expulsar a millones de inocentes ni de tomar medidas efectistas pero irracionales, y en definitiva poco eficaces. Se trata de revisar las políticas de seguridad para adecuarlas a la guerra que vivimos, una guerra diferente, donde no hay ejércitos uniformados o guerrillas agazapadas en el bosque, sino individuos que matan y aterrorizan escudados en la religión. Y es en ese sentido donde, sin contemplaciones, debemos afirmar nuestros principios y denunciar las atrocidades de un enemigo que ataca y se burla de todos nuestros valores.