EnglishAhora que el boom de las materias primas que tanto ha beneficiado a América Latina ha llegado a su fin, la mayoría de los países de la región se encuentran ante un delicado panorama: ¿Cómo adaptarse a este nuevo mundo que ya no paga lo mismo por soya, carne o petróleo, y que ahora los capitalistas prefieren países más estables para invertir?
Tal vez advirtiendo este escenario, el influyente periodista argentino Andrés Oppenheimer lanzó a finales de 2014 su más reciente libro ¡Crear o Morir! La esperanza de Latinoamérica y las cinco claves de la innovación.
Oppenheimer retoma el hilo conductor de su anterior ensayo Basta de historias: el siglo XXI será el de la economía del conocimiento, y los países de América Latina deben modificar sus sistemas educativos para fomentar una industria de bienes y servicios especializados, en lugar de seguir exportando materias primas y manufacturas básicas.
Se quejaba de las universidades latinoamericanas, que además de mediocres, se dedican a sacar al mercado legiones de abogados, psicólogos e historiadores, en comparación con los pocos egresados de carreras científicas y de ingeniería.
Sus 12 claves para el progreso de América Latina se podían resumir en una sola consigna: más inversión en educación de calidad.
¿Es la educación todo?
En ¡Crear o Morir! el veterano periodista reafirma que “la prosperidad de los países depende cada vez menos de sus recursos naturales y cada vez más de sus sistemas educativos, sus científicos y sus innovadores”, pero se pregunta si eso es suficiente para garantizar que nuestros países transiten por la senda de la nueva economía.
Todos conocemos a personas sumamente preparadas y talentosas en América Latina, pero por alguna razón los Steve Jobs o Elon Musk y las start-ups multimillonarias salen de Palo Alto, California, y no de Buenos Aires o São Paulo.
Oppenheimer apunta a la falta de algún elemento estructural, con una aguda observación: “una buena educación sin un entorno que fomente la innovación produce muchos taxistas, de sorprendente cultura general, pero poca riqueza personal o nacional”.
El autor rechaza el argumento de que falta un rol más activo del Estado, pero tampoco apoya la teoría de que la falta de emprendedores a una excesiva interferencia estatal, así como la explicación de que una larga tradición de autoritarismo e intolerancia, hacen de la región un terreno poco fértil para mentes creativas.
Oppenheimer propone la teoría de que el problema es más bien cultural, a saber que la sociedad latinoamericana no tolera los fracasos de sus empresarios. Mientras en Silicon Valley las bancarrotas y proyectos fallidos son admitidos y hasta celebrados como aprendizajes, en nuestros países predomina una aplastante estigma social: el “está acabado” o “ya fue” que intimida a las personas a emprender, y que condena al “fracasado” a varios años de ostracismo y ruina económica.
El secreto, más allá de los incentivos económicos, la reducción de la burocracia, o un buen clima de negocios, es conseguir que se cree un espacio que reúna a la gente más creativa e innovadora, y que puedan dar rienda suelta a sus proyectos.
El periodista argumenta que Ciudad de México, Bogotá, Santiago de Chile, Buenos Aires y otras ciudades cosmopolitas de Latinoamérica tienen un enorme potencial para albergar un ecosistema similar al de la California estadounidense.
Cómo institucionalizar la innovación
Luego de fascinantes entrevistas e historias de vida de innovadores de talla mundial, como el chef peruano Gastón Acurio, el fundador de Virgin Richard Branson, el sudafricano “emprendedor en serie” Elon Musk, el neurobiólogo español Rafael Yuste, el mexicano entusiasta de robots Jordi Muñoz, el revolucionario educador Salman Khan, el técnico de fútbol Pep Guardiola o el exprofesor que revolucionó las impresoras 3D Bre Pettis, Oppenheimer, en el décimo capítulo de su libro, propone “cinco claves de la innovación”.
En primer lugar, propone crear una cultura de innovación en la que los creadores sean admirados y celebrados. Deberíamos conseguir que los niños latinoamericanos sueñen con ser los próximos Messi o Neymar de la ciencia o la informática.
Pero es necesario dotar a los jóvenes de herramientas para que se conviertan en inventores e innovadores. En segundo lugar, hay que fomentar una educación para la innovación. Las matemáticas y las ciencias desde temprano deben tener mayor espacio.
Oppenheimer acierta en prestar más atención a aspectos institucionales y el emprendimiento como clave del desarrollo.
Tercero, hay que cambiar las regulaciones que asfixian a la innovación: simplificar trámites para abrir o cerrar empresas, modificar las leyes de quiebras y respetar a la propiedad privada.
En cuarto lugar, es necesario invertir la balanza de las inversiones en innovación: actualmente la mayoría es desembolsada por Gobiernos, pero son las empresas privadas quienes mejor conocen el mercado.
Finalmente, Oppenheimer recomienda globalizar la educación: perder el miedo a la “fuga de cerebros”, y aceptar la “circulación de cerebros”, donde se promueve que los jóvenes vayan a estudiar al extranjero y los países compiten por talentos.
La productividad no se aprende en las escuelas
El libro no es ningún tratado riguroso de economía, y hasta puede parecer simplista, pero Oppenheimer acierta en prestar más atención a aspectos institucionales, y el emprendimiento como clave del desarrollo.
Este diagnóstico para el gran público es bienvenido en una época en que acríticamente se acepta que la solución a todos nuestros problemas llegará cuando los Gobiernos destinen cierto porcentaje del PIB a educación, o que todos los que quieran seguir una carrera universitaria puedan hacerlo —gratis, por supuesto— sin importar el retorno futuro de dicha inversión.
Ricardo Hausmann, el execonomista en jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, y hoy director del Centro para el Desarrollo Internacional en la Universidad de Harvard, destierra el mito al afirmar que “gigantescos aumentos de esfuerzo en educación han tenido muy pequeños efectos en crecimiento, y muchos de los países que más crecieron no se destacan como países que hayan invertido de manera especial en educación”.
Al fin y al cabo, cuando se apuesta por la innovación, lo que se quiere es aumentar la productividad de los países, esa capacidad de hacer más con menos que redunda en una mayor calidad de vida para la gente. Hausmann explica: “el conocimiento de cómo se hacen las cosas existe fundamentalmente en las empresas y no en las escuelas”.