EnglishLas campañas políticas son muy intensas, desgastantes, y, en medio de las exigencias del ciclo electoral, a menudo es fácil perder de vista la razón por la que uno está compitiendo. La semana pasada, recordé abruptamente por qué decidí competir por un escaño en la Cámara Baja del Parlamento colombiano.
Eran las 4:30 p.m. de una soleada tarde y, mientras me dirigía a una reunión en el norte de Bogotá desde el centro de la ciudad, donde trabajo, me encontré con un atasco de tráfico en la avenida Circunvalar. Esta carretera rodea las colinas del este y por lo general ofrece la ruta más rápida desde el sur al norte. Jaime, un amigo que estaba conduciendo, decidió girar a la izquierda y descender hasta la ruta 7A, la vía norte-sur más antigua y tradicional de la ciudad (sus cimientos se remontan al siglo XVI).
Algunos momentos después, nos encontrabamos esperando que un semáforo nos diera paso, ubicados detrás de un taxi amarillo en la calle 28, que corta el camino a través de un barrio algo amenazante. Sufriendo una repentina inspiración mientras pensaba en la elección, decidí tomar mi teléfono móvil del bolsillo y escribir algunas palabras en un tweet.
Empecé a escribir y, de repente, sentí que una mano, con fuerza, se introducía a través de mi ventana entreabierta y se dirigía hacia mi teléfono, que instantáneamente ubiqué fuera de su alcance. En una fracción de segundo, Jaime había sujetado firmemente la muñeca del ladrón. El individuo, cuyo rostro nunca vi, se encontró de pronto atrapado como un oso salvaje en una jaula y, mientras trataba de liberarse, comenzó a gritar obscenidades.
Noté que la luz del semáforo cambiaba de amarilla a verde, por lo cual apuré a Jaime para que arrancara el auto, quizás sin darme cuenta de la dificultad que implicaba acelerar mientras sostenía medio brazo del ladrón que pretendía escapar por la ventana. Pero el balance de poder cambió abruptamente: justo detrás de mí, un segundo ladrón se las arregló para abrir la puerta del lado del pasajero. Jaime y yo quedamos totalmente expuestos.
Conscientes de que sería nuestro fin si el segundo ladrón poseía una navaja o cualquier otro tipo de arma, mis pensamientos se alejaron de la idea de arrastrar al primer sujeto algunos metros en la carretera. Eso le hubiese dejado una lección cívica memorable, lo cual me generaba un gran placer – siempre fui muy pedagógico. Pero solo sería posible si pudiésemos escapar del lugar ilesos.
Jaime dejó que el primer ladrón se fuera y, sorprendentemente, el segundo simplemente cerró la puerta trasera y se unió a su compañero que huía. Se escaparon entre los coches cercanos, cuyos conductores y pasajeros habían presenciado pasivamente todo el suceso, a plena luz del día.
Mientras buscábamos un lugar seguro, muchos pensamientos cruzaron mi cabeza. Primero, me pregunté por qué el actual alcalde estatista de Bogotá — a quien la Procuraduría decidió destituir en diciembre pasado, durante lo que The Economist describió como “un linchamiento administrativo arbitrario de un mal alcalde,” — presta más atención a pronunciar discursos demagógicos desde los balcones antes que a hacer su trabajo. Éste incluye la tarea de garantizar la seguridad a sus ciudadanos.
Segundo, me di cuenta cuán precario se había tornado el derecho a la propiedad privada en el país. Sea por el infame “paseo del millonario”, donde un pasajero es obligado a punta de pistola a vaciar sus cuentas bancarias recorriendo los cajeros automáticos de toda la ciudad, por la destrucción de la fachada de una pequeña tienda con grafitis o por la métodica estafa con el ganado en el campo, “el imperio de la ley” es una frase vacía aquí — una tema con ningún vestigio de realidad. Solo para mostrar una estadística, 9 de cada 10 robos de teléfonos celulares terminan impunemente.
Todo esto me recordó porque decidí entrar en la política algunos meses atrás. Por un lado, el Estado colombiano es incapaz de cumplir con sus funciones más elementales, que desde mi punto de vista constituyenen defender las leyes y proteger la integridad física de los ciudadanos, así como la propiedad de los mismos. Por otro lado, el aparato gubernamental se encuentra presente precisamente donde no es necesario, haciéndose sentir con todo el peso que le es posible.
Uno puede siempre contar con la burocracia colombiana cuando se refiere a poner obstáculos a los emprendimientos y las actividades de los individuos: nos toma 15 días registrar una compañía y (apenas) 1.288 cerrar un contrato, de acuerdo al Banco Mundial; los impuestos que se cobran por ello son mayores a aquellos cobrados en Suecia, Finlandia e Islandia; el gobierno gasta hasta el 5,3% de nuestro PBI en el área militar — un número astronómico para los estándares sudamericanos — con el fin de continuar la guerra contra las drogas, donde las posibilidades de ganar son nulas.
Por estas razones y muchas otras, Colombia se ha ubicado, consistentemente, en el puesto número 100 de 152 países analizados por el Índice de Libertad Económica publicado por el Instituto Cato y el Instituto Fraser.
Mi campaña es un pequeño primer paso hacía el objetivo de cambiar las cosas en este país. Hablé con bastante gente joven, estudiantes universitarios, y ciudadanos insatisfechos que quieren que el Estado cumpla con sus tareas más básicas, o de otra forma dejar a las personas solar para realizar sus propias vidas.
Sea o no sea que se identifiquen como libertarios o liberales clásicos — una tendencia política con muy poca representación en Colombia desde el Siglo XIX, como mi colega Javier Garay bien argumenta — miles de colombianos quieren vivir con mayor libertad, una libertad basada en el respeto a la ley. Ellos no quieren “solo libertad”, como Margaret Thatcher a menudo decía, “sino libertad basada en la ley”.
Seguramente, seamos una minoría en el presente; paradójicamente, muchos colombianos ubicados en ambos extremos del espectro ideológico derecha-izquierda claman por un Estado mayor. Aún así, somos una minoría que crece cada vez más y necesita representación.
El 9 de marzo, nos enfrentamos a la primera prueba electoral; el resultado puede ser la batalla de las Termópilas, pero también la de Salamina. En cualquier caso, mantendré a los lectores informados.
Traducido por Sofía Ramirez Fionda.