Todos tenemos derecho a una muerte tranquila
Por Matthew Hayes
Durante los últimos años de su vida, mi abuela no quería seguir viviendo. Sufría de una avanzada enfermedad cardíaca e insuficiencia renal. Luego de batallar contra una infección bacteriana adquirida en la cirugía, quedó débil y confundida; una sombra de la mujer que solía ser. No podía cuidar de sí misma. Abandonar la casa se convirtió en algo peligroso. Ser la anfitriona de las cenas de los domingos, una tradición de casi 50 años, se convirtió en demasiado trabajo. Perdió todas las cosas que le hicieron la vida agradable. Y ella ya no quería vivir.
Hablé seguido con ella acerca de su deseo de morir. La vida ya no valía la pena sin autonomía, me dijo. Quería morir feliz y con algo de dignidad. Pero vivíamos en el Estado de Nueva York, donde el suicidio asistido por un médico no es una opción. No podía terminar con su vida por sus propios medios, entonces, en lugar de eso, sufrió.
Un golpe que la paralizó. Una pérdida masiva de sangre después de un angiograma. Diálisis. Hospitalización constante. Maltrato del personal. Mes tras mes se hundía cada vez más en la desesperación.
En la mañana del 21 de mayo de 2011 recibimos una llamada del hospital. El final estaba cerca. Cuando llegamos estaba acostada en la cama del hospital, inconsciente, con la cara apretada de dolor. Estaba rodeada de su familia y amigos, pero no podía decir adiós. La muerte se la llevó lentamente, de manera agonizante, hasta que finalmente dejó escapar su último aliento. Tras casi dos años, su sufrimiento finalmente había acabado.
Esta historia no es única. Es la historia de un sinnúmero de pacientes con enfermedades terminales que quieren acabar con su vida dignamente. ¿Por qué debemos obligar a la gente a soportar tamaño dolor físico y emocional? ¿Hay alguna manera mejor?
En 1997, en el Estado de Oregon se aprobó la Ley de Muerte Digna, que permitió a los pacientes con enfermedades terminales dar fin a sus vidas mediante el uso de medicamentos letales vendidos bajo prescripción médica. Una vez recibidos, los individuos deciden cuándo tomarlos, si lo desean.
Desde entonces, 1.173 pacientes han elegido participar en el programa. De ellos, el 65% ha optado por morir. Hoy, en cuatro Estados de Estados Unidos y en tres países del mundo —Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo— es legal el suicidio asistido. Si bien es un gran comienzo, no es suficiente. Los médicos de todo el mundo deberían poder ofrecer la eutanasia a los pacientes con enfermedades terminales.
Esto no quiere decir que la muerte asistida no debe ser regulada. Las leyes deben ser bien delimitadas y específicas. Los sistemas regulatorios deben estar en su lugar para frustrar la eutanasia involuntaria y evaluar las enfermedades psiquiátricas. Las prácticas y medicaciones deben ser actualizadas de manera rutinaria para reflejar los nuevos avances y conocimientos.
A pesar de estos esfuerzos, debemos recordar que no todo sistema es infalible y que siempre habrá consecuencias indeseadas. Sin embargo, estos riesgos por sí solos no garantizan inacción. Si lo hicieran, no tendríamos Gobiernos, sistemas jurídicos y ningún tipo de seguro médico. No es la existencia del riesgo, sino cómo respondemos ante él, lo que determina nuestros resultados. Al reconocer el riesgo y dejar que este guíe la formulación de nuestras políticas podemos proteger mejor a los pacientes, sus familias y médicos.
El juez de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos William J. Brennan dijo: “Un vil final sumido en la decadencia es aborrecible. Ahora bien, una muerte tranquila y orgullosa, con la integridad corporal intacta, es una cuestión de extrema confianza en sí mismo”.
En un mundo perfecto, el cuidado médico al final de la vida no implicaría sufrimiento. Los individuos vivirían hasta el final de sus días felices y satisfechos. Pero ese no es el mundo en el que vivimos.
Los individuos, como mi abuela, sufren terribles destinos, la angustia de sus familias y de ellos mismos. Si bien debemos luchar para conseguir este nivel de cuidado, a nadie se le debería negar el derecho a una muerte tranquila y orgullosa.
Matthew Hayes es un investigador de políticas en Portland, Oregon, Estados Unidos. Síguelo en Twitter: @mattayes.
El suicidio asistido da poder al médico, no al individuo
Por Derek Miedema
La elección de Brittany Maynard de matarse impulsó titulares sobre el suicidio asistido en toda América del Norte. Es una horrible tragedia que una bella, atractiva y activa mujer de 29 años enfrente la muerte. Su marido, de repente un viudo, está de duelo por su enfermedad y muerte.
La elección de Maynard fue presentada al público a través de videos con música y fotografías que retrataban su decisión como liberadora y digna. Aunque podamos empatizar con tan difícil situación, detrás de la conmovedora defensa del suicidio asistido existen preguntas más profundas. ¿Podemos afirmar que alguien puede estar mejor muerto? Si es así, ¿quién determina cuando la persona alcanza ese punto?
A nadie le gusta pensar en vivir una vida con capacidad reducida. Pero sugerir que con una cierta calidad de vida no vale la pena ser vivida atenta contra quienes podrían estar experimentando una vida así.
Las personas con discapacidades están acostumbradas a escuchar argumentos como “es mejor estar muerto”, “prefiero estar muerto antes que en una silla de ruedas” o “prefiero morir antes de que otra persona me higienice”. Quizás incluso “prefiero morir a necesitar asistencia mecánica para respirar”.
Es una vergüenza cuando alguien cree eso de sí mismo. Es aún más tenebroso cuando alguien decide que otra persona “estaría mejor muerta” basándose en su situación. El suicidio asistido requiere que un médico considere que usted “estará mejor muerto”. Considere el caso de un médico belga que mató a una persona transexual que no podía soportar vivir con el resultado de un mala praxis en una operación de cambio de sexo; o a los hermanos mellizos sordos que optaron por un suicidio asistido porque no pudieron tolerar el diagnóstico de que también se estaban quedando ciegos.
Los holandeses ahora están matando niños con el consentimiento de los padres. En ese país se ha autorizado la eutanasia a pacientes con Alzheimer que ya no son capaces de tomar decisiones.
Esta creencia de que algunos humanos están mejor muertos es parte de la razón por la cual una vez que se legalice la opción de matar (eutanasia) o colaborar en el suicidio (suicidio asistido), siempre existirá presión para abarcar una mayor cantidad de casos.
En Holanda, la expansión de la eutanasia es impactante. En 2012, comenzaron a utilizarse unidades móviles de eutanasia para que los médicos pudieran practicar eutanasias en las casas de pacientes cuyos propios médicos se habían negado. Los holandeses mataron recientemente a una mujer que estaba padeciendo un “intolerable sufrimiento” porque se iba a quedar ciega.
El Parlamento belga ha legalizado que un niño pueda optar por la eutanasia si sus padres están de acuerdo, y luego de que un psicólogo haya verificado que el niño supiese lo que estaba sucediendo.
El caso de Maynard representa la elección personal de una paciente. Pero estas decisiones no son inmunes a influencias externas. En el Estado de Washington, en EE.UU., donde el suicidio asistido es legal, pero no la eutanasia, lectores de un diario contestaron a través de cartas a un artículo de esa publicación que discutía acerca de cuánto hay que pagar en servicios de salud durante la tercera edad, y sugerían a la eutanasia como una solución. ¿Podría haberse hecho una sugerencia así en un lugar sin antecedentes de suicido asistido legal?
Pareciera que hay una gran brecha entre los videos de Maynard y esa actitud, pero solo lo que se requiere es la aceptación de que la muerte es una solución compasiva y buena al sufrimiento.
Una cosa es que alguien como Brittany Maynard lo crea así, y algo muy distinto es que un médico crea lo mismo. No hay que olvidar que donde el suicidio asistido es legal, los médicos, y no los pacientes, tienen la decisión final acerca de quiénes mueren de esta manera. Esto no empodera a los individuos sufrientes, empodera a los médicos.
Imagine por un momento que le han diagnosticado cáncer. ¿Cómo se sentiría si su doctor sugiriese, como una alternativa a la quimioterapia, que podrías simplemente matarte? El médico estaría afirmando, con o sin intención, que estarías mejor muerto porque te habrías evitado el sufrimiento, y además habrías logrado que el sistema de salud ahorre mucho dinero.
¿Es esto lo que queremos para nuestros abuelos o padres a medida que envejecen? ¿Queremos que nuestros hijos crezcan en una sociedad que vea a la gente de esta manera?
Estoy seguro de que esto no es lo que Brittany Maynard quería. Es, sin embargo, la verdad que hay detrás del cambio por el cual ella abogaba. Cuando la sociedad define que un número creciente de personas están mejor muertas, y esas personas están de acuerdo, otorgándole a los médicos el derecho a ayudarlas a suicidarse, hacen de nuestra sociedad un lugar tóxico para los más vulnerables entre nosotros.
Derek Miedema es investigador en el Instituto del Matrimonio y la Familia de Canadá.
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