Por Andrés Felipe Giraldo López
En Colombia no hemos dimensionado la profundidad de la herida que nos dejó la Constitución de 1886. Un documento redactado a cuatro manos, que parecía coyuntural dado el contexto bélico en el que se desarrolló, terminó siendo el esqueleto ideológico, político, social y económico de esa ficción de Estado-Nación llamada Colombia durante más de un siglo.
El texto que redactaron Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro condenó al país a un estado de postración casi mitológico. Por la fuerza del papel, los constituyentes sometieron al país a las catacumbas del catolicismo radical, llegando a extremos tan absurdos como la consagración del país al Corazón de Jesús. Además, condicionaron a prósperas regiones a las que obligaron a ser satélites del poder central de Bogotá, una ciudad arcaica escondida entre montañas. Su única vocación cosmopolita venía en libros filtrados por el índice del clero, lejos de los ríos, los mares y del mundo.
La Constitución de 1886 borró de un plumazo el espíritu liberal — hoy podríamos decir, “libertario” — de los movimientos políticos precedentes, mandándolos a la clandestinidad, al discurso panfletario y a la revolución reprimida. Se estableció un Estado autoritario, centralista y confesional que veía todo en términos absolutos, sin matices de gris ni disenso. Era un régimen amarrado a dogmas incontrovertibles, cuya última fuente de inspiración radical era la Biblia.
De esta manera, Colombia volvió a sus raíces coloniales, en donde solo cambió la figura del conquistador español por la del aristócrata criollo. En general, era un personaje vulnerable y temeroso y, por lo tanto, más arribista y radical, más arbitrario y obstinado, que encontró en la religión el mito perfecto de su dominación, disfrazando la opresión de autoridad moral y buenas costumbres.
Así pues, se coartaron los principios racionales de la deliberación y la fuerza de las ideas argumentadas, donde el sacrificado recurrente de las bibliotecas era el filósofo inglés Jeremías Bentham, de una tendencia ideológica demasiado amplia y liberal para mentes estrechas y privilegiadas. Tales mentes ligaron el andamiaje del Estado a una estructura de castas rígida, sin posibilidades de ascender socialmente, por la fuerza de la propiedad terrateniente, los apellidos de abolengo y el derecho adquirido de un reducto político que acaparó el acceso al erario público.
La Constitución de 1886 es un lastre que forzó una identidad nacional postiza, homogeneizando una cultura heterogénea, diversa y contradictoria, cuyas diferencias no se pudieron trasladar al campo del debate público sino que se obviaron y se sometieron al supuesto falaz de que éramos una cultura eminentemente católica, blanca y occidental. Así, se borró desde la Carta Fundamental la posibilidad de ser distintos y poder cohabitar en un espacio libre, respetuoso y tolerante en donde la igualdad ante la Ley fuera un principio fundamental de convivencia.
A partir de la Constitución de 1886, un Estado excluyente quiso uniformar realidades diversas con cosmogonías antagónicas, lo que obviamente desencadenó un arraigo profundo de dominación de una cúspide estrecha y una base amplia de una pirámide social injusta.
Sin duda, la Constitución de 1886 incubó el germen de la violencia desde su misma promulgación, no solo por el movimiento de regeneración que la impuso a la fuerza, sino por los conflictos posteriores que se derivaron de su tozudez e intransigencia intelectual y política. Ubicar a la religión como primer y único factor de cohesión social lanzó al país a un abismo medieval cargado de prejuicios y falsos supuestos. Dio un poder desmedido a la institución más fuerte y corrupta que ha tenido la historia de la humanidad: la Iglesia Católica.
En esta dinámica, el establecimiento confundió la autoridad con la represión y cualquier brote de protesta era zanjado por la vía de las armas, como sucedió en la masacre de las bananeras de 1928, epítome de la barbarie del Estado contra los ciudadanos, que finalmente llevó al traste a la hegemonía conservadora en las elecciones de 1930.
De esta manera, mientras en gran parte del mundo florecían las ideas, los debates, los inventos y diversas corrientes ideológicas, en Colombia nos aniquilamos en una cruzada de creyentes contra no creyentes. Esto terminó arraigando una concepción equivocada sobre lo bueno y lo malo, que se vinculó sin mayor seso a lo sagrado y lo profano.
Si bien la Constitución de 1886 se superó desde el punto de vista político con la Constitución de 1991, de corte más liberal, amplio y diverso, el rayón cultural sigue siendo insuperable. Aunque la Iglesia Católica ha perdido poder, cediendo monopolios como el de la educación que se secularizó desde el segundo tercio del siglo XX, el discurso religioso sigue siendo un factor dominante en el imaginario colectivo.
Temas que deberían discutirse en el ámbito del desarrollo individual y la esfera íntima como el consumo de droga, el aborto, el matrimonio gay, la adopción homoparental, entre otros, se siguen debatiendo en el plano del prejuicio religioso y los mandatos bíblicos. A todas luces es un hecho anacrónico, pero con un respaldo social importante, rezago del legado de una Constitución que petrificó una forma de actuar y de pensar que caló durante 106 años en la formación de la identidad cultural del país.
Por lo anterior, es importante profundizar y consolidar las iniciativas secularizantes en la sociedad desde lo cultural y lo político. No está mal que existan las religiones, pero no pueden ser éstas la que impongan su criterio en los procesos normativos ni en las dinámicas institucionales sin someterse al debate público y a la deliberación argumentada, desde donde se debe definir lo conveniente y lo inconveniente para la sociedad.
[adrotate group=”7″]El rezago más visible y público de la Constitución de 1886 en Colombia tiene nombre y apellido. Además, ejerce un cargo público trascendental en la defensa de los derechos individuales y colectivos de todos los ciudadanos. Por supuesto, me refiero a Alejandro Ordoñez, procurador General de la Nación, quien no pudiendo usar la Constitución de 1886 por haber sido derogada con la Constitución de 1991, ha acudido a la fuente original, la Biblia, para imponer su dogma disfrazándolo de conceptos institucionales.
Una vez Ordoñez salga de la Procuraduría, bien haría el Senado en elegir un Procurador que no viva en las telarañas del medioevo para defender la Biblia en nombre de la sociedad. Sería un gran mensaje para el país que después de 25 años de promulgada la Constitución de 1991, por fin se evidencie que ha muerto la Constitución de 1886. Ojalá así sea.
Andrés Felipe Giraldo es politólogo especializado en periodismo de la Universidad de los Andes. Se autodefine como “escribidor por pasión. Trabajador por necesidad”.