EnglishRecientemente el Senado chileno estudia un proyecto de ley remitido por el Ejecutivo, que pretende modificar en forma sustancial la actual regulación laboral de ese país.
Es intrínseco al funcionamiento republicano, el esfuerzo por ir paulatinamente mejorando los marcos legales. En esa tarea, si se desea alcanzar la meta perseguida, es esencial tener en cuenta lo aprendido de la experiencia histórica, tanto la propia como la ajena. Esa es precisamente, una de las grandes diferencias que separan a un estadista de un demagogo.
En ese sentido, Chile tiene tras su espalda una experiencia traumática. Se podría decir que las políticas de corte estatista, impulsadas durante gran parte del siglo XX, llevaron a esa nación a orillar el abismo. No hace tanto tiempo de la época en que la frustración y la desesperanza eran la tónica común dentro de sus fronteras. El desenlace fue una cruel dictadura militar que comenzó en 1973 y se prolongó hasta 1990.
En ese aspecto, la historia chilena es semejante a la uruguaya. Las mismas medidas erradas: los populismos de las décadas del 30 al 50, con su control de divisas, cambios múltiples, modelo de industrialización por “sustitución de importaciones”.
Pero el Gobierno uruguayo también impuso las negociaciones de salarios colectivas y obligatorias por rama de actividad. Esto último condujo a la ruptura de los equilibrios sociales, al otorgarle a los sindicatos un poder desmedido, y al descalabro económico y financiero de las empresas.
Lo paradójico fue que las consecuencias de esa “defensa estatal de la clase obrera”, mediante la intromisión política, tanto en Chile como en Uruguay, terminaron pagándolas los propios trabajadores, mediante la pérdida de sus fuentes de trabajo. Eso llevó a su vez a la agitación social y a los enfrentamientos violentos entre diversos sectores. En pocas palabras: se convirtieron en sociedades radicalizadas, convulsionadas y traumatizadas.
Eventualmente, y en forma trabajosa, la democracia retornó a estas dos naciones sudamericanas. Sin embargo, ya no eran situaciones análogas. En Chile se había desarrollado una sociedad pujante, dinámica, con gran movilidad social que atraía inmigrantes de todas partes. Se había transformado en un país de oportunidades, que premiaba y estimulaba la cultura del emprendimiento.
En cambio, Uruguay siguió siendo estatista. O sea, un país donde no existe mayor espacio para progresar con base en el mérito, y en consecuencia, los más capaces emigran. No hay que dejarse engañar por las estadísticas oficiales: el Uruguay sigue siendo un país que expulsa a sus individuos más preparados y talentosos.
El motivo de esa abismal diferencia, es que —tal como han expresado varias personalidades chilenas que fueron y siguen siendo de izquierda— ellos “aprendieron de los errores del pasado”. Una de las principales lecciones fue, que más vale tener al Partido Comunista lejos de sus filas, porque de lo contrario, es inevitable que esa fuerza termine neutralizando a las demás corrientes de la coalición gobernante.
Y la puesta en práctica de la ideología marxista, inexorablemente, conduce a una sociedad donde la inmensa mayoría de la población se empobrece tanto en lo material como en lo espiritual, mientras que los “líderes”, sus familias y amigos se enriquecen injusta e impúdicamente.
En cambio en Uruguay no ocurrió nada semejante. Incluso bajo el Gobierno del sector más moderado dentro del Frente Amplio (alianza de partidos de izquierda) —que es el encabezado por el actual presidente Tabaré Vázquez (2005-2020; 2015-2020), y Danilo Astori, su Ministro de Economía durante sus dos presidencias— se ha vuelto a incrementar la intromisión del Estado en el área privada de los particulares.
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Hay dos políticas que impulsaron, que queremos resaltar especialmente: la reintroducción de las negociaciones de salarios colectivas por rama de actividad, y el poder desmedido que se le otorgó a la organización sindical. Y destacamos especialmente esas dos —ya se están percibiendo sus perniciosos efectos—, como un llamado de atención a las autoridades chilenas en momentos en que parecen decididas a transitar por ese mismo camino.
De la citada reforma laboral chilena, nos alarman especialmente las siguientes modificaciones:
➢ Se instituye al sindicato inter empresa como sujeto principal de la negociación colectiva.
➢ Se le prohíbe al empleador extender los beneficios otorgados al sindicato a los trabajadores no sindicalizados.
➢ Se le entrega a la cúpula sindical la facultad de interrumpir indefinidamente el normal funcionamiento de la empresa y simultáneamente, se le prohíbe al empleador el remplazo de los trabajadores en huelga.
➢ El proyecto elimina la posibilidad de optar por reintegrarse individualmente a sus labores, a partir de los 15 días de huelga, o su derecho a seguir trabajando normalmente.
➢ Se suprime la posibilidad de censurar al directorio sindical durante una huelga, derecho del que actualmente gozan los asalariados chilenos.
En el mensaje de la presidente chilena Michelle Bachelet, que acompañó al referido proyecto de ley, se expresa que “la experiencia de los países donde los niveles de sindicalización son mayores y la negociación colectiva está más desarrollada indica que se pueden establecer acuerdos de mutuo beneficio sobre un amplio espectro de materias”.
La experiencia uruguaya demuestra todo lo contrario. Las prerrogativas concedidas a los sindicatos, han llevado a que estos estén ejerciendo dentro de las empresas un poder cuasi dictatorial. Los dueños de las compañías sienten que están perdiendo el mando dentro de ellas. Frecuentemente, los gremios toman medidas desproporcionadas y arbitrarias, incluso por fuera de la normativa vigente.
Pero nada es “gratis”; todo tiene consecuencias. Los líderes sindicales hacen carrera política mientras “defienden” los intereses de los otros empleados. Son muchos los que han accedido a altos cargos de Gobierno. O sea, que se han visto ampliamente favorecidos por este tipo de cosas.
Pero a los trabajadores de “a pie” no les va tan bien, porque hartos de la prepotencia de los sindicatos, muchas empresas extranjeras se están yendo del país. Además, los empresarios contratan el mínimo indispensable de mano de obra y cada vez que es posible, apelan a la mecanización e incluso, a la robótica.
Todo esto implica la disminución del área de la actividad económica en manos privadas, con lo que se acrecienta el poder de los gobernantes. Ergo, disminuyen las libertades individuales civiles y políticas. Como si todo esto no fuera suficientemente negativo, la conflictividad sindical aumenta en vez de disminuir, como ocurre toda vez que a la población se le enseña que ese es el medio más expedito para apropiarse del fruto del trabajo ajeno.
Desde el retorno de la democracia y hasta el segundo período de Gobierno de Bachelet (2014-2018), Chile constituía el ejemplo a seguir para las otras naciones sudamericanas. Frente a lo que está sucediendo actualmente —cuando las encuestas indican que 52% de los chilenos está en contra de esta reforma laboral—, uno no puede menos que hacer votos para que la “ética de la responsabilidad” vuelva a primar entre sus gobernantes.