EnglishRecientemente, la ONG Oxfam publicó un informe sobre la desigualdad en la distribución de la riqueza a nivel mundial. Irónicamente, la presentación del informe se realizó en el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, lugar donde se reúnen los más poderosos empresarios y líderes del planeta.
El informe fundamentalmente señala que las 85 personas más ricas del planeta poseen una riqueza equivalente a aquella ostentada por los 3,5 mil millones de habitantes más pobres. Pero, de todo lo mencionado en el reporte, vale la pena discutir la preocupación expresada por la desigualdad global, una situación que el premio nobel Joseph Stiglitz calificó de inmoral.
Durante la década de 1970, Friedrich Hayek publicó su obra “Derecho, Legislación y Libertad” (“Law, Legislation and Liberty”). Sus argumentos tienen hoy la misma vigencia que la que tuvieron en el momento de ser publicados, por lo que los debates siguen siendo los mismos. El informe de Oxfam es un ejemplo de la falta de evolución de estos debates. En el segundo volumen de la obra mencionada, Hayek reunió una argumentación comprehensiva en contra de la preocupación por la desigualdad en la redistribución de la riqueza.
Fue Thomas Kuhn – y no Karl Popper – quien mejor comprendió la forma en la que evoluciona el conocimiento humano. Al parecer la humanidad no se acerca a la verdad a través de la verificación de hipótesis racionales, sino que las ciencias – incluidas, las sociales – se basan en paradigmas, muchas veces equivocados, sobre los que se insiste durante largo tiempo.
Defender la idea de igualdad se considera no solo políticamente correcto, sino una cuestión de moralidad y humanidad. No obstante, el análisis de esta postura plantea otra realidad. Aquellos que exigen igualdad reconocen que ésta solo se puede buscar si el Estado adelanta la tarea de (re)distribuir la riqueza disponible. Es decir que, en principio, este objetivo parte del (falso) supuesto que sostiene que la riqueza no crece y que es resultado de un juego de suma cero en el que lo que ganan unos, lo pierden los demás.
Defender esto no solo es equivocado, sino que genera dos problemas irresolubles. Por un lado, está el de los incentivos. Los ricos que tanto se critican lo son, en su mayoría, porque realizan actividades que el mercado valora. Por ello, persisten en estas actividades y los que aún no lo son, a través de su creatividad, intentan realizar aquellas que tengan similar o mayor valoración. Si quien trabaja en estas actividades deja de percibir sus beneficios, ¿por qué persistirán en ellas? ¿Para qué ser creativo en el mercado? Muchos de los que se preocupan tanto por la desigualdad seguramente responderán que deberán ser obligados.
El otro problema tiene que ver con los resultados. Digamos que la situación actual (t0) se reemplaza por una cercana a la igualdad (t1). El problema consiste en cómo mantener la misma distribución de t1 en t2. Cada persona decidirá gastar sus recursos en cosas diferentes y, por lo tanto, la distribución volverá a ser diferente en t2. Seguramente los defensores de la igualdad considerarán que éste tampoco es un problema: todos deben ser obligados a gastar en lo mismo y de la misma manera.
Lo anterior se relaciona con otra parte del problema. Un corolario del consumo obligatorio es considerar que la igualdad se puede mantener porque los individuos deben consumir solo lo que necesitan. Es claro que esta visión implica que los individuos no podrán consumir lo que quieran. Pero, además, ¿quién determina las necesidades? ¿Todos tenemos las mismas? La respuesta a la primera pregunta será, una vez más, el Estado. Pero la respuesta a la segunda es un rotundo no, ante lo cual se justificará que las necesidades sean definidas por la autoridad central.
Algunos dirán que la verdadera igualdad es la generada por las oportunidades. Podemos estar de acuerdo en que es algo deseable que todos los individuos tengan acceso a la salud y a la educación. Y eso es lo que se hace en la mayoría de países desarrollados. Pero, esto no resuelve las diferencias en la crianza, en las familias y en las oportunidades que de éstas resultan. Hacerlo implicaría una mayor intervención del Estado en la vida íntima de las personas y hasta en la forma de ser padres, algo con lo que muchos entusiastas de la igualdad estarían de acuerdo.
Por otro lado, resulta muy interesante que actores como Oxfam sean tan críticos de la desigualdad cuando ésta se presenta en países capitalistas, pero que no digan nada frente a la creada en los países socialistas. ¿Es preferible la desigualdad en Venezuela y su casta de boliburgueses? ¿Es menos preocupante la generada por el poder del partido comunista en China?
Como previno Hayek, perseguir un ideal de igualdad material requiere de una intervención tal del Estado que las únicas perdedoras serán la libertad y la justicia. Peor aún: mientras tanto, la desigualdad material no desaparecerá. ¿Qué tan moral y humanista es este resultado?
La desigualdad existe porque somos diferentes. Eso no se puede cambiar. El hecho de que esto moleste tanto a algunos es resultado de que persistan ideas que ignoran su inconsistencia. Pensar que existe algo como una distribución justa de los recursos, es parte del paradigma que hay que cambiar.