EnglishLa semana pasada se presentaron tres hechos que demuestran el nivel de intromisión del Estado colombiano en las vidas privadas de los individuos, las razones para ello y los efectos indeseables que esto genera.
En el primero, dos ministras del Gobierno actual, la de Comercio, Industria y Turismo, Cecilia Álvarez, y la de Educación, Gina Parody, reconocieron ser pareja sentimental. La respuesta a esta revelación ha sido un debate equivocado, concentrado en saber si su nombramiento se debe a una postura del Gobierno de Juan Manuel Santos hacia los homosexuales, o si es resultado de sus capacidades y experiencia. Esto último sostienen las ministras. Los moralistas y homófobos dentro del Estado, como el procurador Alejandro Ordoñez, afirman lo primero.
Pero así planteado, la polémica sobre si son pareja o no, forma parte de la intimidad de las dos funcionarias. Lo que tendría que causar revuelo es, más bien, que ambas formen parte del mismo Gobierno, lo que demuestra el grado de concentración del poder político en Colombia: los funcionarios en su mayoría forman parte de las mismas familias y crean unas nuevas entre ellos mismos.
En consecuencia, el problema no es si las ministras son homosexuales o no, sino que el Estado no puede estar cooptado por unos pocos que, lógicamente, defienden sus intereses. En el fondo, este hecho debería servir como punto de partida para un debate sobre la necesidad de limitar más al Estado colombiano y no convertirlo en una morbosa discusión sobre la vida privada de las funcionarias, o en un escenario para que la homofobia colombiana tenga una nueva expresión.
De manera casi simultánea a este debate, la Corte Constitucional permitió que una pareja de lesbianas adoptara a la hija de una de ellas. La sentencia no aprueba que todas las parejas homosexuales puedan adoptar, ni les permite hacerlo en todos los casos, pues se sostiene que solo procede si el niño en cuestión es hijo biológico de uno de los miembros de la pareja.
Lo que está en mora de ser discutido es lo lejos, tardío y lento que es que el Estado en reconocer realidades que son incuestionables y que no se pueden eliminar por ley.
Si bien este es un paso adelante en el reconocimiento de los derechos de los homosexuales, no por ser homosexuales, sino por ser seres humanos, el debate tampoco debe quedarse en el ámbito de la moral. Lo que está en mora de ser discutido es lo lejos, tardío y lento que es que el Estado en reconocer realidades que son incuestionables y que no se pueden eliminar por ley. Lo que debería discutirse es la necesidad, en consecuencia, de marginar al Estado de todas estas decisiones.
En otro caso, el tribunal de Cundinamarca ordenó la semana pasada la suspensión de la muestra artística “Mujeres Ocultas” como resultado de una acción de tutela. En Colombia, la tutela es un mecanismo de restablecimiento de derechos violados; el problema es que ha servido para defender derechos que no lo son (por ej., salud) y ha generado una mayor acción estatal. En consonancia con esa utilización indebida, el colectivo de creyentes católicos Voto Católico consideró a la exposición una afrenta a sus creencias. Así asumió que, para proteger sus supuestos derechos, se debe pasar por encima de los de los demás invocando la acción de tutela.
En los tres casos anteriores es evidente el reflejo de los prejuicios que aún persisten en la sociedad colombiana sobre el tema tabú de la sexualidad y de la libertad en este ámbito. La homosexualidad sigue siendo un tema que genera rechazo en diferentes estamentos de la sociedad. Eso no se puede evitar, no se puede sancionar, no se puede eliminar —como tampoco la homosexualidad. ¿Qué se puede hacer?
Los católicos que se sienten ofendidos no deben ser obligados a valorar y ni siquiera a observar algo que les causa malestar. Pero tampoco deben ellos utilizar al Estado para impedir que los que sí disfrutan ese tipo de muestras vayan a visitarlas.
La moral no es algo que se pueda imponer desde el Estado. Es más, su función no es resguardar ni defender ningún tipo específico de moral.
La moral no es algo que se pueda imponer desde el Estado. Es más, su función no es resguardar ni defender ningún tipo específico de moral. Tampoco, como creen algunos “progresistas”, el tema está en sancionar a los que están en contra de lo políticamente correcto. Es cierto que los homofóbicos o los puristas sexuales se dejan llevar por sus prejuicios y sus odios, pero nadie les debe imponer no hacerlo.
La vida de una sociedad abierta, como la llamó Karl Popper, no elimina posiciones tan disímiles ante temas con tanta carga moral y tantos prejuicios. Pero, sin la intervención del Estado, esa misma sociedad abre la posibilidad para que todos tengan un espacio, de manera armónica. Si no hay armonía, si hay persecución, si hay violencia, ahí sí el Estado debe actuar para defender la humanidad y los derechos de cualquier persona.
En consecuencia, frente a la vida privada, no basta con limitar al Estado —hay que erradicarlo del ámbito de las decisiones individuales y permitir que sean los mismos individuos quienes decidan con quiénes relacionarse y que apoyen las causas que valoren.