EnglishLa persistencia de un conflicto armado interno en Colombia ha tenido diversas consecuencias, todas negativas. Además de las obvias, una situación de crisis humanitaria, un obstáculo en las posibilidades de crecimiento y una complicada situación social en el campo, existen otras de carácter institucional.
Dentro de estas, tal vez la más preocupante es el papel –y el estatus– concedido a las fuerzas militares. En un país sin conflicto, se da por sentado que éstas se encuentran subordinadas al poder civil y que tienen un margen de acción y de decisión muy limitados.
Este no es el caso de Colombia. Desde por lo menos los años 60, ha existido un acuerdo tácito entre el poder civil y el militar según el cual ninguno de los poderes interviene en el otro. Durante los dos gobiernos del presidente Álvaro Uribe Vélez (2002–2010) esta situación se profundizó. Uribe Vélez asumió, con decisión, el mando de las fuerzas militares pero lo hizo convirtiéndolas en una organización estatal con mayor autonomía e, incluso en algunos casos, con un aura de superioridad frente a las demás.
No hay que exagerar. No se puede afirmar que las fuerzas militares en Colombia sean el poder detrás del poder ni que estén completamente por fuera de la legalidad o del control civil. Pero lo que sí es cierto es que estas cuentan con un alto grado de autonomía. Es más, debido a su riesgosa labor –el enfrentamiento de la amenaza guerrillera, de las organizaciones ilegales de drogas ilícitas y de grupos antes denominados paramilitares–se han convertido en depositarias de una suerte de agradecimiento por parte de los ciudadanos colombianos.
En consecuencia, se ha vuelto casi un tabú criticar a los militares colombianos o considerar que deben tener límites definidos y muy estrictos en sus actuaciones. Entre otras, esto se debe a que la mayoría de críticas al estamento militar provienen de agrupaciones o de personajes de la izquierda colombiana que, en algunos casos, simpatizan con los grupos guerrilleros.
Pero este no debería ser el caso. Desde las atrocidades cometidas por algunos elementos de las fuerzas militares colombianas hasta los escándalos más recientes, es necesario hacer un debate serio, sin apasionamientos, sobre el papel que estas fuerzas deben jugar en el país y sobre los necesarios límites a su actuación.
Al tener el control de las armas, en un país donde estas están prohibidas, es mucho más importante imponerles fuertes controles
El nivel de autonomía con la que cuentan y los perversos efectos que esta situación tiene para el país y la libertad de los ciudadanos se hizo evidente al comenzar esta semana. Un puente peatonal que estaba siendo construido por las fuerzas militares en una zona del norte de Bogotá, se cayó en el momento de las pruebas de resistencia.
Como resultado de ello, ha aparecido noticia tras noticia que va dejando en evidencia la existencia de injustificables irregularidades. No se trata de cuestionar que el puente haya sido mal construido: al fin y al cabo eso habla mal es de la calidad de la ingeniería colombiana. Pero de lo que sí se trata es de por qué las fuerzas militares pueden adjudicar a dedo la construcción de tales obras.
Más grave aún es el hecho que, para las pruebas, se hayan utilizado soldados, es decir, seres humanos. Aún más grave es que en las primeras declaraciones, los altos mandos hayan intentado engañar a los ciudadanos colombianos disminuyendo el número real de heridos.
Es obvio que existen casos mucho más graves sobre los cuales es necesario adelantar acciones para evitar que vuelvan a suceder. No obstante, en un caso tan trivial, no se puede entender que las fuerzas militares tengan tanta autonomía en el manejo de los recursos, producto de los impuestos, y, lo que es peor, que tengan la necesidad de engañar, de no ser transparentes en el tratamiento y en la información que los militares proveen.
Las fuerzas militares son una organización importante en cualquier país. Al fin y al cabo tienen como función una de las que le da razón de ser al Estado, esto es, la seguridad. Pero el cumplimiento de esa función no puede justificar el otorgarles una suerte de patente de corzo para que aquéllos que se dedican a esta labor se consideren como superiores al resto de ciudadanos o con atribuciones por encima de ellos.
Al tener el control de las armas, en un país donde estas están prohibidas pero al parecer solo para los ciudadanos de bien, es mucho más urgente imponerles fuertes controles y límites a lo que las fuerzas militares pueden o no hacer.
Con todas las críticas y temores, tal vez, el que los ciudadanos colombianos reconozcan esta necesidad, puede ser una de las mayores ventajas de un proceso de paz eventualmente exitoso. Tal vez sin la amenaza guerrillera, los colombianos comprendan la importancia de restringir a las fuerzas “del orden”.