EnglishSi hay un tema que demuestra el desconocimiento del público en general e incluso de algunos economistas sobre los temas económicos es el relacionado con las tasas de cambio. La proclividad al alarmismo por parte de los medios y expertos se refleja en que cualquiera sea la tendencia de la moneda, esta será vista como una grave señal de una futura situación de crisis.
Hace tan solo algunos meses, el problema fue la revaluación del peso. Muchos auguraron insuperables problemas para el sector productivo del país y, como es natural en estos expertos que viven (de ser) temerosos de los cambios económicos, pidieron a gritos una mayor intervención del Estado para frenar la catástrofe.
Tal vez por su preocupación, nunca anticiparon que la tendencia podría revertirse. Por ello, desde finales del año 2014, el problema se ubicó en el fenómeno contrario: la devaluación del peso.
Debido a la obsesión de muchos economistas se entienden los fenómenos económicos como un todo, sin reconocer que estos afectan de manera diferenciada y asimétrica a diferentes sectores
Para ser justos, los niveles de preocupación por la revaluación nunca se comparan con los generados por la devaluación. Al fin y al cabo, hablar de estos fenómenos proviene de las definiciones, inexactas y las más de las veces poco útiles por lo artificiosas, del lenguaje propio de lo que se ha dado en llamar macroeconomía.
Debido a la obsesión de muchos economistas, de los medios de comunicación y de los políticos por esta visión, se entienden los fenómenos económicos como un todo, sin reconocer que estos afectan de manera diferenciada y asimétrica a diferentes sectores e individuos dentro de la sociedad.
Por otro lado, esa visión ha generado unas ideas compartidas socialmente, repetidas en muchos escenarios, y pocas veces cuestionadas, que en nada tienen que ver con el avance en el conocimiento de la economía, sino que la convierten en una disciplina normativa –del “deber ser”.
Así, el deber ser de una economía “nacional” es aumentar –siempre– lo que “esta” le vende al “resto del mundo” (exportaciones) y limitar –lo más que se pueda y siempre– lo que “ésta” le compra al resto del mundo (importaciones). En consecuencia, como supuestamente la revaluación, según la lógica macroeconómica, estimula estas últimas y disminuye las primeras, es un mal mucho peor que la devaluación.
Así, aunque sorprendió el fenómeno y ha generado cierta preocupación, los análisis se han quedado en reseñar sus causas inmediatas y en promover la enunciación de apuestas, que tanto les gustan a los adictos a la visión macroeconómica, sobre el tope de incremento del precio del peso colombiano por cada dólar.
Poco lugar han tenido los análisis de por qué Colombia depende tanto de los precios del petróleo, sin ser un país relevante internacionalmente en la producción del crudo. Pocas respuestas se encuentran al hecho de por qué resulta siendo el peso colombiano una moneda tan volátil, tan sensible, tanto cuando hay revaluación como cuando se produce una devaluación.
Se prefiere estimular las ventas al exterior de manera artificial, en lugar de buscar solución a los problemas de fondo de la producción nacional
De igual manera, más allá de exponer los ganadores y perdedores potenciales del fenómeno, los macroeconomistas poco reparan en que su visión profundiza la existencia de facciones. Por ejemplo, ante la devaluación, los cafeteros colombianos, que aún creen ser el sector más importante, porque así se los hacen creer, se sienten beneficiados. Seguramente asumen que porque ganan más –de manera artificial, vía precio de la moneda y no por una mayor productividad–, esto incrementa automáticamente el bienestar de todos los colombianos. El problema es que cuando se reverse la tendencia, volverán a exigir que los demás ciudadanos, a través del Estado, les repongan las pérdidas.
De igual manera, más allá de proveer la información sobre el impacto de la devaluación en el grave fenómeno del empobrecimiento de los más pobres como lo es la inflación, no se reflexiona sobre la deseabilidad de una situación en la que los precios de bienes de la canasta básica se vean impactados.
En el fondo, como perpetuación del pensamiento keynesiano, responsable de la ilusión macroeconómica, poco se repara en las consecuencias anticipadas y no anticipadas de una mayor tolerancia –de una menor preocupación– por el fenómeno de la revaluación.
Por un lado, aunque existan voces sensatas, se prefiere estimular las ventas al exterior de manera artificial en lugar de buscar solución a los problemas de fondo de la producción nacional. Los empresarios poco tienen que esforzarse por mejorar su atención a las necesidades de los consumidores, y el Estado poco tiene que reconocer que su labor, las más de las veces, es una causa esencial de la baja competitividad del país.
Por el otro, en el fondo, está la permisividad –y deseo– de esos analistas por mantener una perversa intervención del Estado en la economía. No solo de manera directa, para manipular la tasa de cambio, sino indirecta en su dependencia de los precios del petróleo o, más dañina aún, en la intervención en otras dimensiones de la economía, como la fijación de precios. Experimentos cuyos resultados, cuando son aplicados al límite, están padeciendo nuestros vecinos venezolanos.