EnglishEn Colombia no solo padecemos un Estado gigantesco, intervencionista, por causa de cuya expansión los ciudadanos vemos cercenados, cada vez más, nuestros derechos personales, económicos y políticos; también encontramos que no existen mecanismos reales y efectivos para protegernos frente a ese Estado y detener — o al menos reducir la velocidad— de esa expansión.
En el pasado, en este mismo espacio, he mostrado lo anterior en los casos del presidente, de las cortes y hasta de los alcaldes. Cada cuál puede hacer no solo lo que desee, sin límites, sino que además se justifican de manera descarada, la opinión pública los respalda y no existen límites institucionales que frenen las decisiones que estos personajes hayan tomado.
Un nuevo ejemplo estalló, como escándalo, la semana pasada. El actual fiscal General de la nación, Eduardo Montealegre, ha sido, tal vez, el más mediático. Desde su elección nos acostumbró a dar declaraciones sobre sus casos a través de los medios. Posteriormente, no solo le gustaba declarar, sino que comenzó a utilizar los medios para notificar a los investigados sobre nuevos procesos.
Entretanto, Montealegre, aprovechando su pasado como académico, su supuesto amplio conocimiento del Derecho y su alto cargo, se dedicó a participar en todos los debates —incluso los no jurídicos—, que tuvieran lugar en el país.
Hasta acá, la gestión ya era criticable, pero en Colombia las críticas se consideran como una cuestión de polarización ideológica y no se debaten. Al contrario, la forma de gestión casi siempre se considera como un espacio intocable que queda a la discrecionalidad de quién detente el cargo.
No obstante, la falta de debate y de contundencia en las críticas en general abre la puerta a la posibilidad de mayores abusos.
El escándalo sigue subiendo, pero no pasará nada, más allá de los medios y de la indignación creciente de los ciudadanos
En 2014, por decisión —a discreción— del gobierno de Juan Manuel Santos, y firmado por el viceministro de Justicia de entonces, Miguel Samper Strouss, se aprobó una supuesta reforma a la Fiscalía, cuya única utilidad hasta el momento ha sido la de abrir la posibilidad para que el fiscal —de manera discrecional y personal— establezca contratos según sus deseos.
De hecho, esta es la fuente del escándalo. Según algunos medios, el fiscal ha firmado contratos con personas naturales y jurídicas por alrededor de 44 mil millones de pesos (unos 15 millones de dólares entre 2012 y 2015). Una de ellas, una reconocida politóloga, recibió contratos por más de 4 mil millones (US$1,5 millones) y, al parecer, los resultados de su trabajo no fueron los mejores.
Además de estos, el fiscal ha contratado a periodistas reconocidos, magistrados amigos suyos y hasta al viceministro que firmó la reforma que permitió, en primer lugar, la feria de contratos.
El escándalo sigue subiendo, pero al parecer no pasará nada más allá de los medios y de la indignación creciente de los ciudadanos. Algunos congresistas pidieron citar al fiscal para que explique los contratos, pero también, al parecer, existen unas decisiones judiciales que impiden que el fiscal sea llamado para rendir cuentas ante el Congreso.
En consecuencia, el fiscal, haciendo gala del peor cinismo y descaro, ha anunciado que no asistirá a ninguna citación.
Por su parte, nadie ha planteado ni la necesidad de llevar el caso ante las autoridades competentes —de pronto, porque nadie sabe cuáles son— ni la de reversar la reforma firmada por el Gobierno colombiano. Así las cosas, más allá de la indignación por el robo descarado de nuestros recursos, los ciudadanos veremos seguramente cómo Montealegre terminará su periodo sin ningún reparo, que seguirá contratando personas a dedo, que no dará explicaciones. Y lo que es peor, los fiscales que vengan harán lo mismo.
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De esta manera, en Colombia el ser nombrado en un alto cargo es la puerta para adelantar todo tipo de excesos y abusos in ninguna limitación institucional. La estructura legal está construida no para favorecer la armonía social, la libertad individual o el reconocimiento de unos mínimos que nos permitan vivir en sociedad; sino para crear, perpetuar y estimular los privilegios de aquéllos que detenten el poder político.
En Colombia, el Estado no está al servicio del ciudadano sino al contrario. La justicia no está basada en el respeto, el estudio ni el descubrimiento de la ley; es más bien un mecanismo a través del cual quién llegue al poder puede desquitarse de sus enemigos, beneficiar a sus amigos o enriquecerse. O las tres.
Además, a través de engaños y justificaciones que se disfrazan con argumentos académicos, el Gobierno nos obliga a ceder una parte cada vez más grande de nuestros ingresos. Nos dicen que es para objetivos supuestamente colectivos, pero se quedan para beneficiar a nuestros políticos o a sus amigos. O a los dos.
Así se incentiva la depredación del Estado y se desincentiva el emprendimiento individual. Y después nos preguntamos el porqué de la pobreza y la desigualdad.