EnglishMuchas especulaciones se han dado en Colombia como resultado de la presentación del acuerdo que, sobre justicia, hicieron el Gobierno nacional y el grupo guerrillero Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el pasado 23 de septiembre en La Habana, Cuba.
Aún no se conocen los acuerdos. No obstante, el debate se ha abierto: no solo por lo presentado en Cuba, sino también por la resistencia del Gobierno nacional a su publicación; por las declaraciones de las FARC que ponen en duda lo anunciado por representantes del Gobierno; y por la intromisión de dos de los personajes más peligrosos para la democracia colombiana, el procurador General de la nación, Alejandro Ordoñez, y el fiscal Eduardo Montealegre.
En el fondo del debate está el tipo de justicia que se aplicará y para quiénes. Por ello, organizaciones no gubernamentales, como Human Rights Watch, también han participado y planteado sus temores sobre la posibilidad del no pago de cárcel por parte de los violadores de derechos humanos en el conflicto.
Con la reelección del presidente Juan Manuel Santos en 2014, una mayoría de ciudadanos respaldó la decisión de solucionar la amenaza de las FARC a través del mecanismo de la negociación.
Es cierto que esta visión se debe a una extraña —y tal vez equivocada— división en la literatura especializada entre delincuentes comunes y políticos. A los primeros, supuestamente por sus móviles egoístas, se les debe perseguir y encarcelar. A los segundos, supuestamente por tener motivaciones altruistas, se les debe dar un tratamiento diferente.
En el caso de las FARC, se podría poner en duda su carácter político, debido a su participación en el negocio de las drogas y a la utilización de estrategias terroristas en contra de los civiles. ¿Quién puede demostrar a ciencia cierta que sus motivaciones sean la lucha por ideales políticos —así estos sean tan equivocados como el marxismo— y no el enriquecimiento personal de sus miembros?
Nadie negocia para meterse a una cárcel por cuarenta años —menos personajes tan cínicos como los líderes de las FARC
No obstante, en la elección de 2015, triunfó la visión según la cual la mejor manera de lidiar con las FARC es a través de mecanismos políticos.
Y tiene algo de sentido. A Milton Friedman se le atribuye haber afirmado que un grave error es el de evaluar las políticas públicas por sus intenciones en lugar de por sus resultados. Pues bien, la aproximación del enfrentamiento militar en contra de las FARC puede tener muy buenas intenciones, pero sus resultados han sido limitados. Durante el gobierno de Álvaro Uribe, quien también intentó una negociación con las FARC, se demostró que la vía militar sirve para dar golpes a los cabecillas, por ejemplo, pero no para acabar con el grupo.
Lo más importante del legado de Uribe, sin embargo, es que por las presión militar ejercida durante sus ocho años de gobierno llevó a las FARC a reconocer la importancia de negociar. Por eso, esta negociación ha avanzado. Tal vez no tanto como esperaría una sociedad que, como la colombiana, está cansada de años y años de conflicto. Pero ha avanzado.
También es cierto que de esta negociación Colombia no obtendrá la paz. Aún persiste la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN), las bandas criminales, los narcotraficantes y sus ejércitos personales, así como el crimen organizado y común. Se podría afirmar, como han señalado líderes políticos de un futuro cercano, como Daniel Raisbeck, actual candidato a la alcaldía de Bogotá, que una estrategia más efectiva para disminuir las tasas de violencia en el país sea la de la legalización de las drogas.
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Pero para eso la sociedad colombiana y sus representantes sí han sido cobardes. Prefieren una negociación imperfecta a los debates de fondo.
De igual manera, la negociación ha consistido en seducir a los miembros de las FARC para que se incorporen a la vida civil. Por eso se habla de participación en política, de delitos conexos (por medio de los cuales algunos pretenden perdonarles todo) y hasta de reformas de tierras y demás. Se ha dejado de lado que una sociedad en paz solo se consolida a través de principios mínimos con los que todos estemos de acuerdo y no de máximos que beneficien solo a algunos, particularmente a los violentos.
En última instancia, también es cierto que la negociación implicará que la justicia no será el principio supremo. Nadie negocia para meterse a una cárcel por cuarenta años —menos personajes tan cínicos como los líderes de las FARC. También en muchos casos las víctimas directas prefieren reparación o verdad a la justicia tradicional.
Del debate, entonces, cada una de las partes tiene algo de razón. Los miembros de las FARC no pagarán cárcel; las fuerzas militares y algunos líderes políticos deberán pasar por la justicia restaurativa, también sin pagar cárcel; las FARC serán un partido político, etc.
¿Podría esperarse algo diferente? ¿Permitirán acuerdos con estas características finalizar el conflicto con las FARC de manera definitiva? ¿Sería este resultado una mejora para todos los colombianos? ¿Existen alternativas de acción?
La política de negociación debemos analizarla por sus resultados previsibles y no por sus intenciones. Al menos esto debería hacerse bien.