EnglishLa movilidad en Bogotá está colapsada. Salir en automóvil es sinónimo de llegar tarde o de tener que iniciar el trayecto con horas de anticipación.
Frente a esta situación, la alcaldía de Bogotá acaba de proponer el cobro por congestión en algunas zonas de la ciudad. A simple vista, la iniciativa parece inofensiva y adecuada, pero al analizarla de manera más profunda es ineludible la debilidad de sus supuestos, la reiteración del Estado como un aparato casi siempre incapaz de aprender de sus propios errores y —en consecuencia—, el fracaso potencial de la medida, que tiene como objetivo reducir el uso del carro particular. Se considera que éste es el causante de los problemas de movilidad en la ciudad.
Asumamos que así es. Que hay muchos automóviles privados en la ciudad y que, además, las personas usan de manera excesiva este medio de transporte. ¿Por qué lo hacen? Al parecer, las autoridades locales asumen que la razón se encuentra en que los individuos no saben escoger la opción adecuada: el transporte público. Es decir, la alcaldía de Bogotá parece presumir que a los bogotanos les encantan los atascos, las llegadas tarde, el desespero por tardarse hasta 45 minutos en trayectos que podrían tomarse 10 minutos o menos, etc.
Asumen, además, que la alternativa es obvia y está a la vista: el transporte público.
No obstante, la alternativa no es tan obvia. El transporte público en Bogotá no cubre toda la ciudad; es peligroso, incómodo, y el servicio es pésimo. No se ha siquiera terminado de implementar el famoso sistema de Transmilenio y ni hablar del tan estudiado pero nunca hecho metro.
¿Caminar o montar en bicicleta? Puede ser otra opción, pero con una ciudad tan insegura y donde las distancias son tan grandes, es una opción minoritaria, aunque creciente. A los taxis me referiré más adelante.
En consecuencia, se puede pensar que, así les cobren, las personas seguirán utilizando su automóvil, no porque sean tontos, egoístas o inconscientes, sino porque no tienen opciones. Es una cuestión de incentivos. ¿Preferirán pagar los 6.500 pesos (un poco más de US$3) por pasar por estas zonas, las evadirán y convertirán otras nuevas en congestionadas o realmente utilizarán el servicio público de transporte?
La medida está construida sobre supuestos débiles, incluso podría pensarse que equivocados. Pero peor es la incapacidad del Estado para aprender de sus propios errores. No solo se puede incentivar el uso del transporte público si se provee uno de calidad o si se construye la infraestructura necesaria, algo que no necesariamente debe hacer el Estado. Tampoco se trata únicamente de darse cuenta de que, en lugar de cobrar, se puede incentivar el uso de la bicicleta, las caminatas o el transporte público si se provee seguridad urbana.
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También se trata de permitir que las innovaciones que aparecen de manera espontánea aporten soluciones también innovadoras. Este es el caso del servicio Uber. Pero el Estado no lo hace: busca asfixiar la innovación y mantener las relaciones de capitalismo de amigotes (crony capitalism) que perpetúa la pobreza y la convierte en intolerable.
El pasado 23 de noviembre se publicó el decreto 1079 de 2015, por el cual se regula la prestación del servicio de transporte de lujo. Por medio de este buscan asfixiar la innovación, porque le imponen a empresas como Uber condiciones específicas, como su conversión en empresas tradicionales, las características de los automóviles que deben usar, la forma de afiliación de los conductores, la capacitación de estos y hasta el color que deberán tener. Así, buscan acabar con lo ya hecho y las posibilidades futuras de mejorar. Siguen creyendo que los decretos mejoran la calidad, algo que Uber ha demostrado (al contrario) por ya más de dos años.
Pero además el decreto, puro reflejo del capitalismo de amigotes, está hecho para satisfacer los intereses del casi monopolio de los taxistas, que además se comportan como una mafia. Por eso están felices.
Por eso, en el momento de la declaración, en la foto, entre el presidente, Juan Manuel Santos, y el vicepresidente, Germán Vargas Lleras, se ve atrás al gerente de la empresa más grande —y de más baja calidad— de los taxis, Uldarico Peña. Por eso, el decreto impide cobrar menos de lo que cobran los taxis, algo absurdo. Por eso se mantiene la figura de los cupos, que seguirán vendiendo personajes como el señor Peña.
Así las cosas, una política basada en supuestos débiles, por decir lo menos, y cuya intención es mantener las lógicas perversas sobre las que actúa el Estado colombiano, local y nacional, seguramente fracasará. Así como la calidad no mejora por decreto, las alternativas al uso del automóvil privado no aparecerán por los cobros.
No mejorarán las cosas pero, como suele suceder con las intervenciones estatales, tanto las medidas de cobro por congestión como el decreto en favor de los taxistas seguramente empeorarán las cosas.