Es frecuente para los argentinos, o para los interiorizados en política argentina, escuchar la frase “el peronismo es el único partido capaz de gobernar”.
Los mitos tienen gran capacidad de arraigo y su intensidad va de la mano con su extensión, pero lo más importante es que en su calidad de tales, no tienen correlato con los hechos.
Desde la vuelta al orden institucional en 1983, dos fueron los gobiernos que ocuparon el Ejecutivo con suficiente duración como para hablar de “eras”: El menemismo y el kirchnerismo. Siendo que ambos se han proclamado —y se proclaman— peronistas, pero se encuentran en dos extremos opuestos, si imagináramos la ideología como un continuo, es decir, una línea recta que va de izquierda a derecha, ¿qué podemos extraer de este fenómeno?
En primera medida, existe una vasta bibliografía en Ciencia Política que caracteriza al Partido Justicialista como un “partido de baja institucionalización”, cuya consecuencia (entre muchas otras) es el faccionalismo y los liderazgos personalistas, ambos conceptos en relación recíproca.
En efecto, este movimiento de derecha a izquierda sólo es posible cuando existe una base electoral lo bastante estable como para garantizar que un movimiento de las cabezas partidarias no verá afectado el resultado de las elecciones.
En segunda medida, y como desprendimiento de la primera, un cierto porcentaje de votos estables en conjunción con un partido poco institucionalizado, ha llevado a que el faccionalismo que lo caracteriza se vea resuelto de manera informal, utilizando por ejemplo la primera vuelta como una suerte elecciones primarias, y el balotaje como una elección general (fue lo sucedido en 2003); o de manera formal, Ley de P.A.S.O. de por medio, pero con fines partidarios.
¿Qué tienen en común, entonces, menemismo y kircherismo, siendo que el primero ha adherido al paradigma neoliberal, mientras que la década kirchnerista se ha ganado en el común de la gente el rótulo de “reivindicador social”? La respuesta reside en su informalidad.
Si peronismo puede ser una cosa u otra, entonces deberíamos dejar de hablar de un partido programático (es decir, un partido en términos ideológicos) para dar paso a un partido comprometido con lo que se conoce como “matter issues” (temas que la coyuntura imponga como moda). El compromiso con los “temas del momento” genera satisfacción en el corto plazo, lo cual no significa estabilidad en el mediano o largo plazo.
Tanto menemismo como kirchnerismo surgieron en un contexto caótico, que les permitió en su momento presentarse como superadores; tanto en la reconstrucción de lo pasado, como en la articulación de lo futuro. Es decir, una referencia inmediata al “estuvimos peor”. Los ciclos que tuvieron lugar después de 1989 y 2003, respectivamente, extendieron en la conciencia colectiva esa sensación de seguridad y afianzaron así el mito de la gobernabilidad.
Ahora nuestra pregunta es, ¿tienen una conexión lógica la duración de un mandato con el concepto de gobernabilidad? A priori podríamos responder que sí, visto que tanto la era menemista como la kirchnerista fueron testigos de comicios que dieron lugar a segundos mandatos, es decir, contaron con el “visto bueno” en las urnas.
Pero si hilamos fino, podemos dar cuenta que la persistencia en el poder no es obligatoriamente consecuencia de la capacidad para canalizar demandas, sino de la habilidad para neutralizarlas.
Si la era de Menem fue conocida como la cultura de “la pizza con champagne”, la del matrimonio santacruceño fue la de la “pizza con champagne para todos y todas”. ¿Por qué? Porque el concepto de inclusión, si en el primero no existió, en los segundos fue más una práctica discursiva que efectiva.
Ha habido un cambio de dirección en las políticas públicas, pero superficial, sin infraestructura para soportarlas en el largo plazo. Cabe citar al politólogo Pérez-Liñán, que en un trabajo sobre ciclos presidenciales, los compara con la naturaleza animal del siguiente modo: “cada animal tiene motivos para sobreexplotar los recursos de su hábitat con el fin de garantizar su supervivencia inmediata, transfiriendo un territorio con recursos agotados al morador siguiente”[1].
Siendo que el peronismo es percibido por el electorado como un partido con mayor capacidad de ejecución y con acceso a mayores recursos, cuando un presidente peronista agota su ciclo, lo que se agota es una generación de políticos, pero no la etiqueta peronista. Es el momento en el cual el partido toma nota de los antes mencionados “asuntos de moda” y direcciona el partido y los recursos con los que cuenta hacia donde la coyuntura lo pida. Los nuevos candidatos cuentan automáticamente con la etiqueta que lo vuelve competitivo, y con recursos estratégicos que lo vuelven pragmático.
Por decirlo de la forma más simple posible: el peronismo cuenta con una estructura que le permite el lujo de la tozudez frente a los problemas mientras el mandato dure, y una sucesión automática cuando el mandato se agote. Quizás la pregunta que tengamos que hacernos es si esto significa capacidad resolutiva o formas de populismo que datan de mucho tiempo atrás y todavía hoy, siglo XXI, persisten.
Referencias:
1. Pérez-Liñán, Anibal (2013). Liderazgo presidencial y ciclos de poder en la Argentina democrática. En: Revista SAAP, vol. 7, no. 2.
Esta nota fue publicada originalmente en la 3° edición de la Revista Anomia Boba.