EnglishNunca antes como en el transcurso de estos primeros 14 años del siglo XXI, los gobiernos del continente americano habían pisoteado tanto el sagrado derecho a la democracia y el principio de defensa de la democracia representativa que, con bombos y platillos, quedaron garantizados en la Carta Democrática Interamericana del 2001.
De allí la vergonzosa inacción de la mayoría de los estados americanos, de la Organización de Estados Americanos (OEA), y de los múltiples entes multilaterales y de integración que en la actualidad existen en el hemisferio, frente a la actual situación de descomposición democrática que vive Venezuela, y en general, frente a las frecuentes violaciones a las constituciones y a los derechos humanos en varios países latinoamericanos, en particular en los miembros del ALBA.
Sin duda, ello se debe en gran parte a la cantidad de gobiernos de izquierda populista pro revolución cubana que se han sucedido en estos años — empezando con el gobierno chavista-madurista de Venezuela. Estos gobiernos tratan de torpedear la democracia representativa y liberal, y en consecuencia, instalar y promocionar lo que denominan “democracia popular, revolucionaria y bolivariana”, que en la práctica, no es más que un sistema político autoritario de fina fachada democrática.
La falta de una defensa contundente de la democracia representativa en el continente también ha tenido que ver con la propia OEA, el ente rector del sistema interamericano desde su creación en 1948. El caso de la crisis venezolana actual, para sólo citar un ejemplo, evidencia hasta qué punto la OEA continúa siendo una organización deficiente y limitada, que en la práctica se comporta más reactiva que proactivamente.
Como bien ha afirmado el analista Rubén Perina, son varias las limitaciones y tensiones inherentes a esta organización, las cuales corresponden esencialmente a las limitaciones que se han identificado tradicionalmente y en general en todos los organismos internacionales y en el derecho internacional. Entre ellas destacan las limitaciones de la “no-obligatoriedad de las sanciones”, en virtud de que las decisiones de sus cuerpos gobernantes (Asamblea General, Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores, Consejo Permanente) solo tienen el carácter de recomendaciones, sugerencias, o exhortaciones a los estados miembros para cumplir con lo acordado en las resoluciones.
Además, la OEA tampoco tiene la competencia o la capacidad coercitiva para ejecutar por sí sola las decisiones de los cuerpos gobernantes, o para forzar su aplicación para hacer cumplir las medidas acordadas, ya que la Carta de la OEA no permite el uso de la fuerza ni medidas coercitivas.
Pero hay todavía otra razón más profunda que explica el atropello o mera indiferencia al principio de defensa de la democracia representativa en las Américas, sea éste puesto en práctica en forma unilateral, por parte de un estado, o colectivamente, por parte de un organismo regional. Se trata de un importante freno jurídico y político, que es el principio de no intervención, es decir, el derecho que tiene todo estado independiente y soberano a que ningún otro estado intervenga en sus asuntos internos; principio consagrado tanto en el derecho nacional como en el derecho internacional clásico y moderno.
En efecto, la no intervención ha sido y es una poderosa barrera a la aplicación de políticas internacionales de defensa y promoción democráticas, pese a la evolución histórica experimentada por ese concepto, así como los de soberanía y autodeterminación.
En su acepción formal, la defensa y promoción de la democracia por parte de un estado o actor internacional hacia otros, no significa — ni debería implicar — un acto de injerencia en los asuntos internos de otras naciones ni violaciones a su soberanía, autonomía e independencia jurídica y política. De hecho, la propia OEA señala como uno de sus propósitos fundamentales promover y consolidar la democracia representativa dentro del respeto al principio de no intervención.
No obstante, la defensa y promoción de la democracia ha estado limitada en su ejercicio práctico por el principio de no intervención, y ello en virtud del temor y la duda que siempre han existido entre los gobiernos — incluidos los más democráticos — sobre el impacto y supremacía que los principios democráticos pueden tener sobre el principio de la no intervención, lo cual podría llegar a otorgar puerta franca al intervencionismo.
Aún conscientes de que es en las acciones colectivas donde se encuentra el antídoto para las intervenciones unilaterales, hoy en día todavía subyace en los países latinoamericanos — en particular los de izquierda radical — el temor a que esas acciones colectivas, tomadas en nombre de la defensa y la promoción de la democracia, generen la intervención de un estado en los asuntos internos de otro estado, que encubran la voluntad e intereses especialmente de la potencia regional, los Estados Unidos.
El problema está en que esta interpretación absoluta y hasta prejuiciada del principio de no intervención, junto a las excesivas precauciones en cuanto a las políticas pro democráticas, han servido para amparar y perpetuar, en cuantiosas oportunidades, dictaduras y seudo-dictaduras latinoamericanas, como es el caso de la que hoy en día existe en Venezuela.
Si la mayoría de los gobiernos del continente no hacen valer el principio normativo de la defensa de la democracia representativa, la OEA terminará de sucumbir, y organismos como la CELAC y la UNASUR — como aspiran Cuba, Venezuela y los albistas — pasarán a dominar la política hemisférica y con ello legitimarán a las nuevas dictaduras socialistas del siglo XXI.