I
Hace exactamente un año, el 21 de septiembre de 2016, la cotización del dólar según la página web DolarToday (que a pesar de toda la propaganda en contra por Gobierno de Nicolás Maduro es la referencia del precio de la moneda estadounidense en Venezuela, es decir, de los negocios), era de 1.008 bolívares. Desde hace un año, la moneda ha perdido 95,6 % de su valor; hoy cotiza a 22.938 bolívares, y el miércoles estuvo más baja aún.
El 19 de abril de 2013, cuando Maduro asumió el Gobierno formalmente, tras la muerte de Hugo Chávez, y en una elección cuya limpieza aún está en entredicho, la moneda venezolana se cambiaba a 24,8 unidades por dólar, lo que significa que desde ese momento, el bolívar ha perdido 99,8 % de su valor.
Nada que sorprenda, tomando en cuenta que la masa monetaria que había en 2013 era apenas 0,7 % de la que existe hoy; y que en el último año, según estadística del Banco Central (es prácticamente la única cifra que aún publica), ha crecido 450 %.
Con semejante desbarajuste monetario, no extraña, tampoco, que la canasta básica medida por el Centro de Análisis de los Trabajadores (Cendas, porque el BCV ha dejado de publicar las cifras de inflación) se haya incrementado en 295 % en este último año, mientras desde abril de 2013 el incremento es —agárrense— de 36.708 %.
Solo esto bastaría para explicar el desastre que es la economía venezolana bajo el Gobierno de Maduro. Pero los números no dicen, en realidad, de los sufrimientos de los ciudadanos de un país que huyen adonde sea para no soportarlo. Ni siquiera reacciona al estímulo inflacionario, que todos los economistas reconocen, pues la gente protege su dinero con la compra de bienes, normalmente no perecederos, moviendo la economía. Y el estímulo no se produce por una razón muy sencilla: No hay confianza, ni bienes que comprar.
El país lleva cuatro años de contracción económica, es decir, de caída continuada de la cantidad de bienes y servicios que produce. Además, nadie invierte un dólar, o un bolívar, en Venezuela, si puede evitarlo. Un corredor amigo me dice que en el último año, el valor de los inmuebles (principal patrimonio de la clase media) ha caído 70 %.
Cuando habla sobre economía, Maduro siempre se jacta de haber “mantenido” el gasto público, sin percibir, en apariencia, que justamente el gasto público es el responsable de esto. La inflación se está acelerando: Según el Cendas, fue de 39,4 % en agosto, último mes del que lleva registro.
Los precios están acelerándose hasta empujarnos a todos a la hambruna que viene creciendo; pero en el mismo momento en que escribo esta nota, Maduro ejerce lo que él entiende por gobernar, es decir, participa en una transmisión televisiva. Casi todos los días lo hace al anochecer; parece lo único en lo que ocupa su tiempo.
Hoy las noticias en Caracas no pueden ser más devastadoras. Pero la disquisición de Maduro es sobre “la potencia económica, que solo tenemos los venezolanos. 30 mil comunidades organizadas con los CLAP”. Es decir, estamos frente a un hombre que no tiene idea de cómo resolver la situación, y no le importa; su único objetivo es seguir mareando la perdiz.
Siempre fantaseo con que, cuando culmina su transmisión televisiva diaria, o quizás los domingos en la noche, Maduro pide un trago, en Miraflores, o donde demonios sea que tenga su residencia (no se conoce con certeza, el miedo es libre); que se tira en su sillón favorito a ver Aquí no hay quien viva (ha confesado ser fanático de la serie), sonríe y piensa: “Sobreviví hoy” o “sobreviví otra semana”, y sorbe otro poquito de whisky, o de un buen ron venezolano, con bastante hielo y un chorrito de limón.
No tenemos un presidente. Tenemos un aferrado.
Las cosas solo pueden empeorar. Pero, ¿estallarán?
II
Cuando tengo este tipo de dudas, recurro a Luis Oliveros, gran amigo y mejor economista, que soporta que le deje en el Whatsapp, en cualquier momento, una pregunta tan genérica -y tan poco apropiada para abordar a un experto- como “Luis, ¿nos estamos yendo al carajo?” y tiene la amabilidad de responderme casi de inmediato, con tino pedagógico y con los datos en la mano.
Luis es doblemente amable si se considera que esa misma pregunta se la hago más o menos cada seis meses, y su respuesta es casi siempre, también, la misma: “Los países no colapsan, solo se empobrecen más y más”. Sin embargo, esta tarde, agregó otras palabras: “ojalá mi pesimismo no se cumpla, pero todavía estamos lejos de llegar a ese piso de lo peor. Creo que en septiembre y octubre, la discusioncita esa que tienen los economistas sobre si hay hiperinflación o no, se acaba, porque vamos a estar en hiperinflación”.
Y en este momento, Maduro habla de lo “milagroso” que es el “Plan Chamba Juvenil”. ¿De qué le sirve a los jóvenes tener un empleo en el que, con suerte, ganarán 10 dólares al mes? Eso no lo explica. También dice que tiene unos millones de yuanes para comprar “canaimitas”, y señala “ahora vamos a invertir en yuanes, en euros (probablemente no por mucho tiempo), en rublos”.
Así son los manipuladores. Pero, por cierto, el número de quienes no creen que exista una “guerra económica”, según las encuestadoras, ha escalado de 48 % en 2013 a 85 % en 2017. Es decir, la mentira de este pobre hombre, que solo por razones de demencia de masas (y un poco de ayuda institucional) llegó a ser el peor presidente de la Historia de Venezuela, no se sostiene en el imaginario popular. Emitir dinero sin respaldo ha sido, en realidad, la única política económica de Nicolás Maduro en cuatro años. Y ya la sopa no aguanta más agua.
Considerando la defensa que mi amigo Luis siempre ha hecho de la visión académica de la hiperinflación (por encima de 50 % mensual) que use el término casi me causa un ataque de pánico. En un mundo con inflación promedio de un dígito —bajo— el concepto cobra una fuerza aún más aterradora.
III
En 2013, cuando Maduro asumió el poder, decretó un aumento del salario mínimo a 2.475 bolívares. Al “Dólar Today” de ese momento, el salario mínimo, prácticamente (salvo flecos) era de 100 dólares. Además, había una escala salarial bien diferenciada; un profesional podía ganar cinco, siete, ocho salarios mínimos.
A este día, el salario mínimo es de 325 mil bolívares. Se ha multiplicado por doce en términos nominales, pero en dólares de esta fecha, son $14. Un clásico ejemplo de lo que los macroeconomistas llaman “ilusión monetaria“.
Un kilo de tomates está costando 20 mil bolívares: Dos días de salario. Todos los ingresos se hacen ínfimos: Un profesional calificado, con mucha suerte, redondea dos salarios mínimos mensuales. Está dejando de tener sentido trabajar. Y eso también es muy preocupante.
Esa es la punta del iceberg. En este momento, además de la escasez casi absoluta de medicinas (los productos alimenticios han reaparecido, importados por las mismas mafias del Gobierno), tenemos que soportar la escasez de gasolina.
Si se prolonga —y no hay por qué dudar de que no se prolongue, dado que ahora tenemos que importar gasolina, a precios internacionales para regalarla en el mercado interno— , la economía, que iba a caer -7 % este año, podrá caer hasta -15 %. Tampoco la caída tiene piso, señala Luis. ¿Cómo funciona un país sin transporte de mercancías?
Agréguese a esta mezcla otros tres elementos: 1) probablemente caigamos en default en los próximos meses; 2) el “Dicom” nos va a vender yuanes o rublos, y no dólares (pronto, camaradas, tengan paciencia); y 3) en un par de semanas, la Unión Europea comenzará a establecer sanciones contra funcionarios venezolanos y recorrerá también el escalón que ya está recorriendo EE. UU. (primero a funcionarios y sus familias, luego sanciones económicas focalizadas). Eso está andando. De fuente absolutamente confiable.
En este panorama, lo que hemos vivido hasta ahora en términos de dolor, de emigración forzada y de hambre palidecerá ante lo que viene. Estamos entrando al ojo del huracán.
Agárrense duro.