Desde de que la democracia regresó en Chile, ha habido elecciones presidenciales en 1989, 1993, 1999, 2005, 2009 y 2013. Según datos del Servicio Electoral del país, en todas esas elecciones — incluyendo las segundas vueltas, cuando las hubo — sufragaron en promedio 7 millones de electores; con excepción de la segunda vuelta en 2013, donde la participación descendió a 5,7 millones.
Sin embargo, la estabilidad en las elecciones anteriores no es necesariamente una señal alarmante. Es necesario tomar en cuenta dos cosas: la caída no fue tan abrupta, y era la tercera vez que los chilenos eran convocados a votar en el año.
Para el resto de los latinoamericanos, la sociedad chilena es esa sociedad “ordenada”, mucho más “desarrollada” que el resto del continente. Quizás sean percepciones, pero lo cierto es que no observamos desarrollarse el típico enfrentamiento entre “izquierda” y “derecha”, que en general polariza a los países latinoamericanos y lleva a muchas sociedades al hacer y deshacer constante (o, en palabras más académicas, a la falta de perspectivas de largo plazo enmarcadas en una alternancia republicana, no en la perpetuación eterna en el poder).
De hecho, durante el V Simposio Altiero Spinelli organizado por Democracia Global hace exactamente un mes en la ciudad de Buenos Aires, el diputado socialista chileno Marcelo Díaz se refirió al tema en el marco de su exposición sobre la Alianza del Pacífico y las estrategias de (no) integración chilena. “Chile es uno de los pocos países donde se firma un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y se celebra”, bromeó Díaz, pero dejó entrever la valoración que todos los grupos políticos hacen en su país, acerca del libre comercio y la necesidad de asegurar nuevos mercados. Ignorar estas realidades es un gusto que quizás pueden darse líderes de otros países de la región, más poblados y con mercados más amplios; pero no Chile, que cuenta con 17 millones de habitantes.
La dicotomía izquierda-derecha, guerrilleros-militares, golpistas-progresistas (esta última, muy de moda en Argentina actualmente) no atraviesa a la clase política chilena tan profundamente como sucede en otros Estados de la región. Y eso se ha visto en sus políticas: 20 años de gobierno de la Concertación no cambiaron, por ejemplo, la inexistencia de la universidad gratuita. Tampoco significó mayores reformas, y actualmente se sabe que la nueva presidenta electa Michelle Bachelet (Nueva Mayoría) cuenta con un número determinado de legisladores que le hacen factible ir por determinadas reformas, mientras necesitará negociar otras.
De los 38 senadores y 120 diputados, el partido Nueva Mayoría obtuvo 21 y 67 bancas, respectivamente. La cantidad de legisladores independientes (4 en Diputados y 1 en el Senado) le permite jugar un poco con los números para aprobar proyectos. Mientras que el matrimonio homosexual podrá ser aprobado sin resistencia, la reforma educativa requerirá una mínima negociación, y una reforma constitucional representará un trabajo mucho más arduo.
Las reformas son mínimas y se hacen dentro de los límites de la ley. La sociedad chilena no teme que Bachelet quiera perpetuarse en el poder, que pida una orden a la Justicia para que le autorice cuantas reelecciones quieran los jueces de turno, o que utilice decretos para legislar sobre las cuestiones que los números en el Parlamento no le permiten conseguir. Tampoco se esperan restricciones a la compra y venta de moneda extranjera, una dilapidación de las reservas o cambios en las instituciones que sometan distintos organismos al Poder Ejecutivo.
Los chilenos no votaron porque no lo sienten necesario. Podemos argumentar que todas las reformas que se propone Bachelet serán pagadas por ellos y que lo que propone en educación sí tiene consecuencias importantes en los números del país. Pero los cambios no se perciben – o no interesan – ya que no se entiende que afectarán la cotidianeidad. Ningún chileno sufrirá la expropiación de su tierra o la ocupación de su negocio; las reglas del juego seguirán siendo básicamente las mismas.
Además, como siempre sucede, la sociedad reacciona luego de que el gobierno actúa (en el mejor de los casos), nunca de forma preventiva. De existir un rechazo a las medidas de Bachelet, será expresado luego de que éstas sean llevadas a cabo. No debería sorprendernos que sea así. La sociedad chilena seguramente premió su primer mandato y su desempeño profesional en organismos de alta popularidad como la Organización de Naciones Unidas, y no su alianza con el Partido Comunista. Ésa es una factura que le vendrá después.
Cuando se califica la falta de participación y el abstencionismo como “problemas” se parecería caer en el tan común error de sobreestimar la participación política. La participación política es sumamente importante para evitar que el gobierno avance y comience a asumir competencias que no le corresponden. Pero, sin este “peligro”, no se puede culpar a una persona por querer estar al margen de la misma. Ejercer el voto y participar es un derecho, pero ¿no existe el derecho a no ejercerlo?