Por Francisco Belmar Orrego
Durante el Gobierno de Sebastián Piñera (2010-2014), Chile fue testigo de la aparición de un fenómeno nuevo. Los llamados “movimientos sociales”, que existían previamente, pero en ese año revestidos de mayor fuerza discursiva, pusieron en jaque al primer Gobierno conservador en 40 años. No sería exagerado decir que incluso lograron arrodillarlo en más de una oportunidad.
Así, comenzando con la cancelación del contrato de construcción de una central termoeléctrica en Punta de Choros, el presidente Piñera dio a entender a todo el mundo que su período tendría una agenda vacilante, lo que era un incentivo poderoso para las movilizaciones que preparaba la izquierda más radical.
Quizás el movimiento que más apoyo concitó fue el de los estudiantes. No sólo consiguió la marcha más grande de la historia del país (unas 200.000 personas), sino que puso a sus dirigentes en las portadas de todo el mundo y logró que los intelectuales progresistas sufrieran repentinos ataques de hipergrafía, que se tradujeron en sendos panfletos que anunciaban la llegada de una nueva época en la política chilena: la del poder popular constituyente.
Personalmente, desconfío de los movimientos de masa. En esos años, se me rebatía llamándome conservador o fascista, pero se equivocaban. Ellos caían en el pecado extremo del colectivismo, considerando a los gigantescos grupos de estudiantes como un todo homogéneo en pensamiento y objetivos. Se decía que utilizaban la desobediencia civil como método para cambiar la política chilena. Yo, en cambio, insistía en que eso no era así y que la desobediencia civil no podía surgir de grandes grupos de personas. Lo que sí era cierto, era que se le utilizaba para crear una retórica generalista y épica que justificaba sus acciones.
En primer lugar, las masas, aunque sean pacíficas, son indolentes con la violencia mientras no se les aplique a ellas. Dentro de un grupo de manifestantes, coexistirán pacifistas y violentistas, mezclándose una violencia periférica con la de las policías. Esto porque no son grupos homogéneos, sino que en su interior cohabitan egos, diferencias de opinión y la frustración frente a largas negociaciones.
Así es como llegamos al año 2014 y qué vemos: los intelectuales han dejado de escribir y los estudiantes de marchar.
Así es como aparecen grupos que buscan disputarle el poder a la élite dirigente del movimiento y la violencia surge como una posibilidad cierta. En segundo lugar, la desobediencia civil requiere cierta coherencia. ¿Qué sentido tendría la rebelión si ésta terminara perpetuando aquello que la causó? Claramente ninguno, y el caso de los estudiantes chilenos, es paradigmático.
Los voceros de la Confederación de Estudiantes (Confech) pertenecían a dos grupos políticos muy activos y con pretensiones electorales evidentes. Por un lado, Camila Vallejo terminaría siendo electa diputada en 2013 por el Partido Comunista y, hasta hoy, pasa más o menos desapercibida. Se ha cuadrado con el Gobierno de Michelle Bachelet, aunque siempre dijo que ella no sería su candidata; no dirige marcha alguna y, para colmo, se abstiene de votar para formar una comisión que investigue el caso de lucro en la Universidad ARCIS (donde su partido tenía una participación mayoritaria). Resulta evidente que las consignas del movimiento de 2011 no eran su prioridad programática.
Por otro lado, Giorgio Jackson constituyó su movimiento “Revolución Democrática” y fue electo diputado el mismo año. Su equipo logró instalarse —saltándose mecanismos de elección— en una importante municipalidad de Santiago, así como en puestos protagónicos de la burocracia estatal del Gobierno de Bachelet. Es decir, entre los años 2011 y 2013, mientras los estudiantes marchaban gritando “el pueblo unido avanza sin partidos“, el Partido Comunista y Revolución Democrática calculaban cuánto les redituaría electoralmente esa movilización.
Así es como llegamos al año 2014 y qué vemos: los intelectuales han dejado de escribir y los estudiantes de marchar. La “nueva” época de la política chilena nunca llegó (a menos que la febril irresponsabilidad de Bachelet sea esa nueva época) y el discurso moral y épico del 2011 desapareció repentinamente. Por las calles sólo marchan los autos de quiénes van a sus trabajos diariamente. Lo único que quedó fue un poco de violencia y un culto a la personalidad que benefició a los partidos políticos contra los que decían luchar.
El movimiento estudiantil de hoy es un fracaso en sus propios términos. La Confech está dividida y la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica se ha marginado. Creer que un movimiento de masas puede ejercer la desobediencia civil es una ilusión y cuando se cree que se está ejerciendo, en realidad vemos a la ley de hierro de las oligarquías funcionando.
Es de esperar que, para la próxima, los chilenos no se dejen engañar tan fácilmente.
Francisco Belmar Orrego es Licenciado en Historia y editor de la revista Ciudad Liberal. Síguelo @pequeburgues