EnglishAsí se ve una frontera:
Por supuesto, si yo no mencionara que se trata del límite entre dos países (y si no estuviesen los límites que indica Google) pasaría desapercibido. La tierra no se detiene, no se quiebra, o cambia de color. Los cultivos que crecen de un lado, en general, crecen del otro sin problemas. Incluso la propia delimitación artificial se torna en muchos casos absurda.
Frente a la tranquilidad que reina en el dominio de la naturaleza, los Gobiernos —el ejemplo de lo antinatural por excelencia— destinan un sinnúmero de recursos para desvirtuar aquel equilibro. Así surgen aduanas, “controles de seguridad”, medidas arancelarias, pasaportes y visados; todas ellas herramientas respaldadas con la violencia: cualquier otro argumento es accesorio al fusil.
Mi viaje comenzó de forma positiva. No fue necesario completar la declaración de aduanas para reconocer frente al Gobierno que lo que llevo conmigo es mío, y sobre lo que traigo de afuera le corresponderá una tajada. Claro, el proteccionismo que impulsa el Gobierno nos ha podido aislar lo suficiente del mundo como para que la tecnología que poseen la mayoría de los argentinos sea obsoleta y, por lo tanto, cuando regresemos de viaje, el Gobierno nos eximirá de soborno legal. A diferencia de las centenas de personas que se apiñaban en aquella final, el puntapié de la humillación iba a ocurrir un tiempo más tarde.
Tras atravesar el detector de metales en lo que representa el primer control de seguridad, mi error de llevar un blister de antiácidos en el bolsillo despertó la chicharra. Rápidamente un oficial de la Policía de Seguridad Aeroportuaria que vestía una remera, borcegos, y una pistola intimidante, me exigió que separara mis brazos y piernas. Sin mediar explicación o palabra me tocó todo el cuerpo de la misma forma en que lo hace la policía con las prostitutas desamparadas que trabajan en la calle.
En Estados Unidos la situación fue diferente. Al abordar la conexión interna que me iba a dejar en la capital, los controles de seguridad son más amenos. En vez de que un policía te palpe —aunque esa opción también está disponible— una maquina te escanea el cuerpo. Menuda posibilidad de elegir.
Mientras otras cientos de personas aguardan a que un funcionario del Gobierno estadounidense esté de acuerdo con las razones por las cuales uno dice que visita el país, otros esperan un último sello que les permita finalmente ingresar. Pero no todos contamos con la misma suerte.
El oficial V. me señaló: “Come with me, sir”, me dijo. El respeto hasta ahí llegó. Luego de verificar que mi pasaporte afirma que soy Argentino, el oficial V. me preguntó por qué visitaba Estados Unidos.
— ¿Cuándo fue la última vez que vino a Estados Unidos?
— 2011.
— ¿Con quién vino?
— Mi padre
— ¿Y por qué su padre no vino esta vez?
Las preguntas de V. eran contundentes para dejar en evidencia la utilidad de su cuestionario. Probablemente, hacerse el matón satisfaga las necesidades de una persona cuya única habilidad era ser poseedor de una placa y un arma (o ni siquiera esta última).
V. siguió el interrogatorio. Me preguntó si llevaba mercadería comercial, drogas, cigarrillos, alimentos. Me pidió que abriera la mochila, la revolvió, me arrugó las camisas. Por suerte fue solo eso y no algo más grave.
Ahora escribo este post desde el cuarto de un hostel en Washington, DC. Un indio, dos alemanes, dos coreanos, una colombiana, dos hondureñas, un australiano, un canadiense, y quien escribe, dormimos bajo un mismo techo. Interactúamos, comerciamos, conversamos, ninguno lo hace en nombre de un país porque al fin y al cabo solo somos personas, a pesar de que los Estados continúen insistiendo en lo contrario.