EnglishEl 20 de abril de 2001, Veronica y Jim Bowers surcaban junto con sus hijos los cielos del Amazonas peruano a bordo de un avión privado. El matrimonio se dirigía a la ciudad norteña de Iquitos, donde vivía, cuando un avión de vigilancia de la CIA —que brindaba soporte al programa de derribo de aviones civiles— identificó al monomotor como un presunto narcoavión utilizado para transportar cocaína. “No se si es bandito o amigo”, dice uno de los agentes que observaba las imágenes producidas por un avión de vigilancia.
Tras una situación confusa, agravada por complicaciones idiomáticas, los aviones militares peruanos abrieron fuego contra la nave que transportaba a los Bowers, que se precipitó al rio Amazonas. “Creo que estamos cometiendo un error”, se escucha decir a uno de los agentes estadounidenses. Ya era demasiado tarde: una bala atravesó el pecho de Veronica y se alojó en el cráneo de Charity, la hija de apenas siete meses de la pareja.
Por supuesto, el matrimonio misionero, oriundo de Michigan, Estados Unidos, no trasladaba drogas en el avión. Estados Unidos reconoció que el programa de derribos —vigente desde 1995— estuvo “plagado de errores” y quedó desarticulado. Un programa similar en Colombia también fue desmantelado. “El desempeño de la comunidad [de inteligencia] en cuanto a la rendición de cuentas ha sido inaceptable. Estos eran estadounidenses que fueron asesinados con la colaboración de su Gobierno; la comunidad lo encubrió y demoraron la investigación”, concluyó el por entonces (1993-2011) congresista Republicano por el Estado de Michigan Pete Hoekstra.
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Los derribos regresan a Perú
Catorce años más tarde los legisladores peruanos han retomado la idea de reinstaurar el derribo de aviones civiles. Por cierto, una pésima idea. Un proyecto de ley acaba de sortear con éxito el primer paso en la Comisión de Defensa del Congreso y todo parece indicar que los jets militares peruanos podrán, una vez más, abatir naves que se consideren sospechosas de transportar drogas.
El caso peruano no es una singularidad: en Chile, Ecuador, Venezuela, Brasil, Uruguay y Colombia existe legislación que autoriza el derribo de naves civiles. En los hechos, estos países han legalizado las ejecuciones extrajudiciales y han reimplantado la pena de muerte, incluso contradiciendo su propia legislación y los tratados internacionales que suscribieron.
Un estado de guerra es la única explicación para delegar en las fuerzas armadas la autoridad para expedir sentencias de muerte sin el debido proceso, sin la posibilidad de ejercer el derecho a la defensa, ignorando cualquier otra salvaguardia contra la autoridad estatal. Y ese es justamente el argumento con el cual los legisladores peruanos pretenden sancionar la ley: Perú está en guerra.
La implementación del derribo de aviones logró estimular la creatividad de los distribuidores
El campo de batalla peruano no está plagado de artefactos explosivos improvisados, trincheras o puntos de control, sino de cultivos de planta de coca, precursora de la cocaína. Desde 2012, Perú ostenta el dudoso honor de ser el mayor productor de hojas de coca. Pese al descenso del 17,5% de la superficie sembrada experimentado en 2013 respecto al año anterior, según un informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, la producción total bajó solamente 5,8%.
Esta discordancia obedece a la alta capacidad que poseen los narcotraficantes para adaptarse a nuevos contextos. Así, la implementación del derribo de aviones logró estimular la creatividad de los distribuidores, tal como la acción del gobierno peruano para reducir la superficie de los cultivos de coca empujó a los productores a hacer uso más intensivo de tecnología, recurrir a agroquímicos y perfeccionar las técnicas de cultivo.
Colombia: Otra experiencia fallida
Colombia, que reanudó su programa de derribo de narcoaviones en 2003 —dos años después de la tragedia de los Bowers, en Perú— ofrece un ejemplo de la ineficacia de los esfuerzos antidroga. En un testimonio ante el Congreso estadounidense en 2010, la Oficina de Responsabilidad Gubernamental destacó que en 2008 la agencia “reportó que narcotraficantes utilizaban habitualmente lanchas rápidas y buques pesqueros para contrabandear cocaína desde Colombia a América Central y México en ruta hacia Estados Unidos”. Incluso, se ha informado de submarinos como alternativa para evitar el vigilado espacio aéreo.
Aunque la Constitución peruana prohíbe la pena capital (…) el derribo de aviones es virtualmente la imposición de una pena de muerte
Los resultados tampoco son alentadores. Entre diciembre de 2003 y julio de 2005, la Fuerza Aérea Colombiana identificó 48 aeronaves sospechosas. Solo 14 fueron interceptadas, y en un único caso se confiscaron drogas. Mientras, el supuesto éxito peruano durante la década de 1990 —cuando se redujo la producción de coca—, solo implicó una transferencia de cultivos hacia Colombia, donde paralelamente aumentó. Más tarde el proceso se revirtió, la producción disminuyó en Colombia mientras aumentaba en Perú.
Al igual que en el proyecto de ley peruano, Estados Unidos y Colombia desarrollaron nuevos procedimientos para evitar el derribo de aviones que llevaran inocentes a bordo. Sin embargo, esos procedimientos ya existían en 2001, y la Fuerza Aérea Peruana los ignoró, según acusación de Estados Unidos. Es más, la nueva iniciativa de Perú podría aumentar la discrecionalidad de los militares peruanos que, esta vez y por lo que se conoce hasta el momento, no contarán con colaboración estadounidense.
Ya no importa la Constitución
Aunque la Constitución peruana prohíbe la pena capital —excepto en casos de terrorismo y traición a la Patria— el derribo de aviones es virtualmente la imposición de una pena de muerte, o, en el mejor de los casos, el castigo corporal como pena. Además, ninguno de los ocupantes de la nave derribada tiene posibilidad de consultar con un abogado, ser juzgado por un juez imparcial. El debido proceso para los narcotraficantes se convierte en un privilegio.
El caso del derribo de aviones obliga a repensar si la “guerra contra las drogas” no debería ser renombrada. La “guerra” es lanzada contra el Estado de Derecho y los consumidores que escogen determinados estilos de vida. Incluso, es difícil concebirla como una guerra. No estamos ante dos bandos beligerantes: mientras los gobiernos emprenden una batalla contra los narcotraficantes, estos se dedican a comerciar.
Las leyes antidrogas son las principales responsables de la violencia. La legalización de la marihuana en Estados Unidos ha demostrado que las mafias son desplazadas del negocio cuando se legaliza, en Colorado los empresarios, y no los mafiosos, abastecen ese mercado. Pero los gobiernos difícilmente tengan interés en comprenderlo: “La guerra es la salud del Estado”.