EnglishEl comienzo de la tercera temporada de House of Cards encuentra a Frank Underwood (Kevin Spacey) en la cima del poder en Washington, pero lejos de la comodidad con la que los autores lo trataron durante las primeras temporadas. Tras el meteórico ascenso que protagonizó en los años anteriores, Underwood debe dejar —al menos por un rato— sus tejemanejes tras bambalinas y asumir su posición como líder del mundo libre: gobernar.
House of Cards ha logrado sobresalir del pelotón de series que dominan la pantalla gracias a su cruda representación del poder político. No estamos ante los políticos que bajo su atuendo de cordero esbozan sonrisas a la multitud mientras los ciudadanos compran una y otra vez las promesas que serán —afortunadamente, en algunos casos— constantemente incumplidas. La serie, producida por Netflix, filtra toda idealización de la política para exponer las relaciones de poder que ocurren lejos de las cámaras.
Quizás esté exagerando y mis expectativas sean demasiado altas; después de todo, estamos ante una ficción que busca entretener, y la política es solo la excusa utilizada para contar una historia. Al menos eso es lo que transmite la última entrega de este drama político. El nuevo cargo del protagonista lo expulsa de su zona de confort, y con él arrastra a la serie. Típico de Underwood.
Repentinamente, la serie que exhibía a un despiadado y —en el sentido más primitivo de la palabra— combativo insider de Washington, ahora es presentado como un estadista que aspira a trascender. La administración Underwood tiene su propio plan para garantizar el pleno empleo —o eso promete—, sus ataques con drones, sus fuerzas de paz y más negociaciones diplomáticas, aunque ahora de alto nivel. ¿No suena tan entretenido, cierto?
El cambio no es del todo sorprendente. Acceder a la primera magistratura del país implica cambiar. De hecho, en la primera escena el flamante presidente lo anticipa. “Me hace ver más humano”, señala mientras orina en la tumba de su padre. El presidente Underwood ya no planifica —y ejecuta— el asesinato de un congresista o empuja a las vías del subterráneo a una periodista molesta. En cambio, ordena ataques con drones y contrata a un biógrafo para que exponga las bondades de su programa gubernamental.
No todo es sobre Frank, ni nunca lo fue. Mientras comienzan a desarrollarse los diversos argumentos políticos, una conversación simultánea ocurre en el dormitorio presidencial. Claire Underwood, flamante primera dama, comparte los mismos deseos de trascender del presidente, y su ambición despierta algo inédito en la sociedad Underwood: un choque de intereses. El quiebre de la simbiótica —con altibajos— relación que mantuvieron, traslada al centro de la escena la puja de poder dentro del matrimonio presidencial.
De esta búsqueda por el lado más humano de los Underwood emergen personajes como el ficcional presidente ruso Viktor Petrov —que sugestivamente comparte siglas con su contraparte de la vida real, Vladimir Putin— como Némesis; y abre la puerta a una serie de conflictos que socavan los cimientos que sostienen el equilibro entre Frank y Claire.
Las interacciones entre Underwood y la mayoría de los personajes ya no están definidas por maquinaciones políticas sino por cuestiones más personales. Algo dejado hasta el momento para subtramas de pocos capítulos (el affaire entre Claire y su antiguo amante, Adam Galloway) o para personajes secundarios (el cabildero Remy Denton y la exlíder de la mayoría en la Cámara Baja, Jackie Sharp) secuestra ahora el hilo argumental de la serie. Hasta la relación de Frank con su leal asistente Doug Stamper es colocada sobre el tapete.
Mientras tanto, los rivales políticos no están a la altura de un hombre de la talla de Frank. Tras una rebelión de los líderes del Partido Demócrata, al cual Underwood pertenece, la procuradora general, Heather Dunbar, decide lanzarse a competir con el presidente en las primarias de su partido. La tensión entre ambos personajes solo se percibe por momentos, y, definitivamente, su auge —por lo menos en esta temporada— no alcanza los precedentes sentados por las temporadas anteriores.
Imaginen por un momento que Breaking Bad (House of Cards, por supuesto, pertenece a otra liga) se dedicara a analizar durante una temporada la relación entre Skyler y Walter Jr.; o que The Walking Dead sea únicamente una serie sobre cómo matar zombis.
Algo parecido sucede con la serie de Netflix, aunque también es lógico: los Underwood ahora habitan la Casa Blanca y no tienen mucho espacio para seguir escalando la cadena alimenticia de la política estadounidense. Si este es el motivo para el cambio de rumbo, todo indica que los fanáticos de las intrigas políticas podrán disfrutar, dentro de casi un año, unas nuevas 13 horas de lo que House of Cards supo ser alguna vez.