English“Aerolíneas Argentinas y la [compañía petrolera] YPF seguirán siendo estatales”, afirmó hace algunas semanas uno de los candidatos que aspiran asumir la presidencia argentina el próximo diciembre.
Las declaraciones no pertenecen a Daniel Scioli, quien fue ungido —en una imposición de las encuestas— por la presidenta, Cristina Kirchner, como su sucesor. Sería más lógico. El gobernador de la inmensa provincia de Buenos Aires —que contiene a un 37% de los electores que votarán en octubre— desde hace tiempo genera dudas entre los kirchneristas más recalcitrantes. Su lealtad es cuestionada, pero la presencia del candidato vicepresidencial, Carlos Zannini, un exguerrillero maoista apodado por los medios como el monje negro de Kirchner, junto con la tropa de candidatos puros que integran la lista de candidatos a diputados, prometen mantenerlo a raya.
Fue Mauricio Macri, alcalde la ciudad de Buenos Aires y favorito a ganar la interna en el frente opositor Cambiemos, quien en un giro radical de su discurso se mostró conciliador y hasta continuador de las políticas del kirchnerismo. Atrás quedó la propuesta de comienzos de año que prometía eliminar los controles cambiarios el primer día de su presidencia. La palabra “cambio” que predominó en sus discurso durante la primer mitad del año se desvaneció. Pero, ¿por qué habría de ser de otra manera?
La metamorfosis discursiva ocurrió luego de la victoria a lo Pirro obtenida a mediados de julio, en las elecciones de la ciudad de Buenos Aires, el distrito que gobierna hace ocho años y en el que fundó su partido Pro. El estrecho margen por el cual su candidato se atribuyó la victoria resultó más que un cimbronazo, un baño de humildad. Reveló un aspecto que muchos preferían ignorar: Macri no corporiza el cambio, es solo un político más.
Quizás por sus orígenes como empresario —aunque de la clase prebendaria que se beneficia a través de los privilegios que ofrece el Estado corporativista— o por sus antecedentes como presidente del popular club de fútbol Boca Juniors, Macri encandiló a un sector con su mensaje de la población que se considera antikirchnerista. Sin embargo, detrás de las apariencias y las palabras cuidadosamente escogidas por profesionales del marketing político, Macri no es tan distinto. Si armáramos un mapa conceptual que represente los fundamentos de la “ideología macrista” no sería tan diferente.
Ellos lo negarán. “Mauricio Macri no viene con un libro ideológico”, señaló Marcos Peña, secretario general del Gobierno de la ciudad de Buenos Aires y mano derecha del aspirante presidencial. La ausencia de ideología es tan ideológica como es absoluto el postulado que afirma que “todo es relativo”. Y Macri no carece de ella. Su ideología, con matices, puede ser enmarcada dentro de la del kirchnerismo y la del resto de los candidatos.
Al igual que el oficialismo, los presidenciables opositores se colocan a sí mismos en la posición de amos, dueños de voluntades ajenas. La concepción que domina todo el espectro político representado —que es una pequeña fracción del espectro político completo— es la del ciudadano como súbdito. Según esta visión, el individuo es tan solo un engranaje, un medio, para los fines establecidos desde el poder. El lema escogido por Macri para la ciudad de Buenos Aires no deja lugar a dudas: “En todo estás vos”, se puede leer en cada pieza de comunicación estatal.
La defensa de la “industria nacional“, el bien común, o el bienestar de “los argentinos”, son algunas de las quimeras a las que recurren al momento de elaborar su discurso político. Macri no está ajena a ellas. Un documento repartido entre los dirigentes del PRO solo refuerza esta noción. “Su concepción siempre ha sido la de un rol muy activo. Y los ocho años de Gobierno lo han demostrado”, afirma —con razón— el instructivo. En él se instruye a los activistas a defender programas asistencialistas como la Asignación Universal por Hijo (una especie de renta básica universal), las empresas estatales, el inviable sistema jubilatorio de reparto, y otras iniciativas que han definido el modo de Gobierno durante la era de los Kirchner.
Por el contrario, sostienen que continuarán con aquellos programas gubernamentales, aunque con una salvedad, ellos lo administrarán de manera más eficiente. Es que los opositores no se oponen al modelo estatista, sino a los modales de quienes lo representan. Para ellos, la confiscación de los fondos pensión, la regulación del comercio exterior, o la expoliación del fruto del trabajo ajeno, son cuestiones neutrales cuyo éxito o fracaso dependen de las cualidades personales de quien estén a cargo.
El futuro político del país, por lo tanto, es sombrío. Mientras ninguna alternativa electoral ofrece una receta para desmantelar décadas de malas políticas, gran parte de la población ha bajado su cabeza resignada. En un país donde el Gobierno ha logrado reducir las aspiraciones de autorrealización a la compra de un nuevo televisor y un equipo de aire acondicionado, el terreno está sembrado para que el estatismo se continúe consolidando, y con él se perpetúe la pobreza.