— En el único pro o criptonazi en el que puedo pensar es en usted.
— Cállese, marica, o le golpearé en la cara y quedará idiota.
EnglishEste intercambio no pertenece a un programa de televisión de la tarde, uno de esos en los cuales el nivel intelectual no es el rasgo más característico. Ocurrió en 1968, durante la transmisión de la cadena estadounidense ABC y sus protagonistas fueron dos de los intelectuales estadounidenses más destacados del siglo XX: el escritor Gore Vidal y William F. Buckley Jr., considerado uno de los fundadores del movimiento conservador moderno.
Eran tiempos de cambio en el país del norte. Mientras la televisión en color daba sus primeros pasos, el activista por la igualdad racial Martin Luther King era asesinado en Memphis, Tennessee; y Robert Kennedy sufría el mismo destino que su hermano. En plena guerra de Vietnam, se estaban registrando cambios profundos en la sociedad estadounidense.
Buckley y Vidal debatieron a lo largo de diez días mientras se desarrollaba la convención Republicana y la Demócrata acerca de la gran división racial, socio-económica y religiosa que estaba experimentando la sociedad estadounidense.
Sin embargo, y pese a que dos personajes del calibre de Buckley y Vidal eran los actores principales, no eran ideas las que estabas sometidas a discusión, si no ellos mismos, quienes representaban —desde el atalaya en el que se situaban frente a la sociedad— las antípodas en el pensamiento mainstream político, cultural, sexual y religioso estadounidense en ese momento. Solo demoraron 30 segundos en convertir el debate en algo personal.
Robert Gordon y Morgan Neville logran rescatar en el documental Best of Enemies la esencia de esos debates que no solo dejaron su huella en la forma de hacer televisión, sino que explican parcialmente el presente clima político que se vive en Estados Unidos. Y un bonus track: las polémicas entre Buckley y Vidal también dejan un lección para América Latina.
El actual clima político en Estados Unidos dista mucho de aquel 1968. Dos plumas —o debería decir lenguas— filosas, sagaces, elegantes, inteligentes y desprejuiciadas se enfrentan en una guerra intelectual abierta sobre el actual estado de cosas. Más allá de los deslices, de las falacias y de la pobreza argumentativa a la que empujan a la televisión de ayer y de hoy, Buckley y Vidal no se lo piensan dos veces a la hora de hablar. “De haber un concurso para ser el Sr. Myra Breckinridge sin duda lo ganarías tu. Me inspiré en ti para su estilo polémico: apasionado e irrelevante”, lanza Vidal, apenas segundos después de iniciado el debate.
Aunque aquella demostración de ingenio no tiene parangón en estos tiempos, una figura ascendente en la política estadounidense parece emular esa irreverencia que caracterizó los debates de antaño. Sí, Donald Trump. El verborrágico precandidato Republicano que se impone en las encuestas a fuerza de frases incendiarias y consignas populistas, pero que tienen como objetivo cuestionar el statu quo sociocultural de Estados Unidos.
[adrotate group=”8″]
Mientras que temas como la situación de la clase media, las tensiones raciales, la inmigración y la religión y la tenencia de armas, son para los otros candidatos parte de la discusión económica y política, para Trump son temas culturales. El magnate inmobiliario tiene como objetivo épater le bourgeois. Quizás sin los recursos intelectuales y de una elaboración más profunda que trascienda la caja boba, sin lograr despertar la admiración de sus pares y otros políticos, Trump se las arregla, en un contexto que permitió su aparición.
Del otro lado, sin distinción de partidos, la conversación está cada vez más alejada del estadounidense promedio y más cerca de aquel pedestal desde el que parecían hablar Buckley y Vidal. No solo los políticos —intelectuales como Buckley y Vidal son algo del pasado— están desconectados de la sociedad, sino que su discurso se ha convertido en una disquisición monótona, aburrida y desorientada por la corrección política, en el mejor de los casos. En el peor de los casos el debate es anulado por estudiantes hipersensibles que pretenden recrear su vida en el útero con la creación de espacios seguros, ajenos al disenso y a la provocación.
En 1968 Vidal y Buckley estuvieron a la altura de las circunstancias. Más allá de sus posturas personales, ofrecieron un debate tumultuoso en un Estados Unidos sumido en el tumulto. Hoy se afirma que se vive en una situación análoga, aunque con actores diferentes. Sin embargo, el único que ha decidido patear el tablero de la corrección política —con problemas de puntería, seguro—, ha sido Trump.
Los debates registrados en Best of Enemies también dejan una lección para América Latina, cuyo debate cultural es una gran deuda pendiente. Gran parte de la región está sumida en un crisis centenaria, dominada por golpes de Estado, pobreza galopante, éxodos migratorios y una pobreza del debate político enfocada en cómo el Gobierno resolverá —y nadie alza la voz para denunciar que el Gobierno no puede resolver nada— los problemas urgentes de las personas.
La batalla cultural representada por los intelectuales estadounidenses nunca arribó a su versión latinoamericana. Fue encarnada por militares y guerrilleros o, de lo contrario, tomada únicamente por sectores autodenominado progresistas sin un verdadero contricante. Los liberales latinoamericanos siempre fueron demasiado conservadores para asumir una oposición y los poderosos conservadores nunca consideraron la batalla cultural como algo que deba ser ventilado en un debate. Chile y su proceso de decadencia desde que la presidente Michelle Bachelet asumió la presidencia, es un ejemplo de los perniciosos efectos de no tener ese debate de fondo, que muy pocos están dispuestos a dar.
Buckley casi se para a cumplir su promesa cuando Vidal lo acusó de criptonazi, se detuvo por un instante y se reincorporó en su posición augusta. Quizás todos necesitemos de un instante como ese para poder identificar donde está la verdadera discusión.