
Al ser la educación la mayor herramienta y la puerta al desarrollo, debería ser un tema de especial interés para todos los países del mundo y, sobretodo, para Latinoamérica.
La realidad entonces nos habla de un sinnúmero de ministros que desean hacer de la educación la prioridad del país y para ello, promueven la creación de proyectos, la promoción de estímulos que redunden en un fortalecimiento de la eficiencia y eficacia del sector, así como un incremento en la inversión. Estas son, entre otras, algunas de las estrategias más recurrentes de tan codiciado puesto.
Un ejemplo muy claro es lo que ocurre en el Ministerio de Educación Nacional de Colombia, donde la ministra Gina Parody promueve y lleva a cabo programas diseñados para aumentar la cobertura escolar y universitaria, elevar el número de horas de clases en el sistema público y crear una cultura bilingüe en el sistema escolar.
Ahora bien, así como Parody, los ministros que intentan maximizar los recursos públicos asignados a sus carteras son muchos. No obstante, son las estrategias y métodos utilizados los que marcan distancias entre unos y otros; destacando aquí que algunos han puesto el acento en cambiar la cosmovisión de lo que el país entiende por educación.
Siempre que el Estado comienza a controlar las libertades, el desorden, el caos y el fracaso de los sistemas, emerge simultáneamente.
Nos enfrentamos entonces a un escenario dual: Si la administración pública se remitiera a lo público, para bien o para mal, sería consecuencia natural de la democracia y habría que tolerarlo; pero cuando aún el sistema privado debe someterse a leyes que atentan contra el espíritu mismo de tener una educación privada es cuando la ciudadanía está llamada a cuestionar la sensatez de dichas leyes.
En Chile, el Gobierno de Michelle Bachelet —cuya ministra de educación es Adriana Delpiano— ha implementado la llamada “Ley de Inclusión”, que no es más, que una forma de positivizar la antes “Ley de No Discriminación”, o el fin del lucro y copago. Surge entonces una interrogante: ¿en qué consiste la ley?
Dicha ley es una respuesta a la pseudonecesidad de eliminar el lucro en la educación, dejando de lado el problema real, que es la calidad de la misma y que fue, sin duda, uno de los puntos de inflexión del primer año de Gobierno de Bachelet. La “consigna” fue eliminar el lucro, el financiamiento compartido y la selección en los establecimientos subvencionados; por lo que su promulgación, además de generar fuertes dudas respecto al impacto en la calidad del sistema educativo, ha tenido un amplio rechazo. Las encuestas Cadem y Adimark dan cuenta de ello.
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Sumado a lo anterior, la cordura de la ley queda en entredicho cuando encontramos que sitúan en oposición las libertades de las instituciones y los individuos, cuando en realidad, la preferencia por unas instituciones (incluyendo las sanciones contempladas en el reglamento) es una extensión de la voluntad. En este sentido, por ejemplo, si un menor comete una infracción, el colegio no podrá tomar medidas disciplinarias que impliquen la suspensión de clases o la marginación de ciertas actividades, incluso si los padres implícitamente están de acuerdo con la sanción institucional y estas son coherentes con su ideal de disciplina.
Bajo este panorama, tenemos apoderados e instituciones que se sienten desafiados en su tarea de inculcar respeto por la autoridad y disciplina; algunos alumnos que pueden asimilar esta ley como un escudo y un aval cuando estén en discordancia con las disposiciones del establecimiento; y unos padres inmersos en una incertidumbre sobre el alcance del Estado en la crianza de los menores, además de una amenaza a la integridad del proyecto educativo que previamente eligieron para sus hijos. Un ejemplo clave del debate que abre esta ley, es la “presentación personal”, que bajo esta disposición, quedaría a discrecionalidad del menor.
[adrotate group=”7”]Del mismo modo, la ley profundiza un poco más y sostiene que “sólo podrán aplicar sanciones o medidas disciplinarias contenidas en el reglamento interno, las que deben estar sujetas a principios de proporcionalidad y de no discriminación arbitraria”.
Asimismo, “las medidas de expulsión y cancelación de matrícula sólo podrán aplicarse cuando sus causales estén claramente descritas en el reglamento interno del establecimiento y, además, afecten gravemente la convivencia escolar, debiendo cumplirse con nomas estrictas de debido proceso y sin que se puedan decretar esas medidas por motivos académicos, de carácter político, ideológico o de cualquier otra índole”.
Lo anterior implica, por un lado, que las instituciones deben ser mucho más claras y explícitas respecto a su oferta; los padres más cuidadosos al firmar los contratos, ya que se adhieren y someten al reglamento que la institución disponga voluntariamente; y la superintendencia de Educación, tendrá la ardua tarea de conocer las denuncias y resolver los casos de forma individual, analizando el contexto, la normatividad, el compromiso de los apoderados y la gravedad de la falta, para determinar así la proporcionalidad de la sanción.
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Ahora bien, si nos anticipamos a los problemas, ¿dónde queda la objetividad del órgano encargado de estudiar los casos contra las instituciones educativas? Si el principio exaltado es la libertad, ¿por qué o para qué forzar a una institución a recibir alumnos que no cumplen con el perfil deseado y que más tarde, estos demandarán? ¿Dónde queda la autonomía de las instituciones a tener proyectos educativos particulares?
La historia ha demostrado que siempre que el Estado comienza a controlar las libertades, el desorden, el caos y el fracaso de los sistemas, emerge simultáneamente. Son las libertades opuestas las que crean confusión, y abrir la puerta para que los individuos cuestionen la libertad de otros y las instituciones, redundaría en otro problema aún mayor: la anulación total de las libertades para facilitar la gobernabilidad.
Finalmente, solo queda reflexionar que cuando una ley mina la legitima elección de lo que deseamos para nuestros hijos y pone entre la espada y la pared a los individuos, la discordancia será el adjetivo que acompañará a la sociedad, quedando en el pasado la posibilidad de elegir en paz, que es, en últimas, el principio fundacional de una República.