A raíz de una serie de llamamientos a manifestarse en la calle que hicieron distintos líderes sindicales y de movimientos izquierdistas como el líder del movimiento NO + AFP, Luis Mesina. EL día viernes cinco de noviembre, en Santiago sobretodo, se vivió una intensa jornada repleta de noticias de destrozos, desmanes y violencia desatada contra la propiedad pública.
El llamamiento invita a la insurrección y a la destrucción del orden público. Bajo este escenario cuesta entender cómo es posible que sea tan escasa la racionalidad de los líderes autoproclamados de la calle en Chile.
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El resultado es que se perdió el sentido de las razones de la manifestación como por ejemplo una huelga por mejora de salarios porque de verdad no alcanza, sino que se ha convertido en una catarsis colectiva en que los enrabiados no miden consecuencias y solo salen a destruir alterando la armonía y la paz de la ciudadanía que sí desea producir.
Da la impresión que en Chile hay micrófono abierto para todos los líderes autoproclamados con serios complejos mesiánicos tales como Luis Mesina que a través de estos llamados a la violencia, busca imponer para el país un sistema de reparto que ya se ha visto como ha fracasado en todo el mundo ya que opera igual que una estafa piramidal dejando en manos de políticos corruptibles y no necesariamente preocupados del bienestar de Chile, los dineros para sustentar a los adultos mayores de los cuales solo la primera generación de jubilados se beneficiará dejando un agujero fiscal desproporcionado para el futuro, lapidando así la suerte de los que vengan.
Más allá de la gran deficiencia de tener rabia y mala información sobre el sistema que tanto detesta, el discurso de Mesina invita a la destrucción de la institucionalidad del país, lo cual es peligroso y es jugar con fuego pues una vez abierta la puerta del caos, las soluciones de orden tienden a no gustar. Quizás sería bueno repasar la historia previa al golpe militar de 1973.
Las sociedades, al organizarse en Estado, separar sus poderes y sobre todo aquellos que actúan como repúblicas, implican que modelarán un país donde las personas son iguales ante la ley, logran cumplir sus objetivos en pro de su propia felicidad respetando la libertad de su prójimo para hacerlo y buscando mantener una armonía social en la cual estos objetivos tengan sentido y la misión de proveer el mayor grado de bienestar posible respetando los espacios comunes y privados de tal manera que todos puedan beneficiarse de la organización.
Para que esto sea medianamente posible y pase de ser una utopía, el estado se divide en tres poderes que buscan generar dicha armonía social creando el marco jurídico en el que se desenvolverán las personas, asignando las sanciones a aquellos que rompan esas normas de convivencia y dirigiendo a la sociedad hacia el cumplimiento de objetivos comunes. Para esto es importante la institucionalidad.
Instituciones fuertes que defiendan al individuo de la opresión del estado y no al estado de la libertad del individuo. En este contexto, es lícito protestar cuando el estado o alguno de sus poderes hacen evidente abandono de deberes o se comporta de manera negligente, pues una de las principales funciones del estado, es preservar la paz social.
Sin embargo, aparecen personajes de izquierda, cuyo razonamiento giran en torno a la conquista del poder a través de la violencia, lo que indica que en el fondo reconocen que la mayoría ya no es tan ingenua como para darles el voto mayoritario.
El problema es que en una sociedad como la chilena, donde el estado es una visible fuente de corrupción, donde se han abandonado deberes de manera grotesca dejando a los ciudadanos desprotegidos frente a quienes rompen la armonía social y desarmados frente a un estancamiento económico producido por la completa incompetencia de la izquierda gobernante, los ciudadanos toman las cosas en sus manos y con la ira al mando, siguen a cualquier caudillo que busque un eslogan así sea vacío pero lleno de rabia que les permita hacer esa catarsis que ya vimos que termina en desastre y caos.
Para que la libertad triunfe sobre el desastre, es necesario conservar fuertes, saludables y eficientes a las instituciones que la resguardan. El orden público es esencial para que la libertad bien entendida pueda desarrollarse, esa libertad que permite la movilidad social, el intercambio libre de bienes, servicios, ideas, cultura etc.
Esa libertad que permite el ejercicio de la conciencia expresada en la diversidad religiosa hasta el ateísmo en una coexistencia saludable. Sin orden público, las bondades de la libertad se vuelven imposibles.
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Chile se ha vuelto un país al borde de la ingobernabilidad, donde sus instituciones no son tomadas en serio, porque en un país que se haga respetar y donde la libertad se cuida a través de la preservación de la armonía social, lo más probable es que frente a la aparición de personajes que admiten abiertamente que buscaban ocasionar daños y que no su movimiento no es pacifista, las fuerzas de orden público ya habrían sido enviadas a detenerlo por llamar al caos y desorden público.
En Chile, se lanza la típica frase de “nos querellaremos contra quienes resulten responsables” pero los chilenos que sufren este tipo de manifestaciones y caos, saben que esas son palabras vacías y nunca se asignan responsabilidades.
Ese miedo a violar la libertad de expresión, cuando esta invita al debate y presentación de opiniones y argumentos. La diferencia radical de opinión solo enriquece el debate, pero el miedo a sancionar lo que altera el orden por creer que serán tildados de represivos, tiene al país sumido en un caos social que está lejos de terminar. Esa es la gran falla del gobierno de izquierda actual que querámoslo o no, simpatiza con esta violencia.
Destruir el orden social nunca es gratuito, siempre lo pagan los inocentes, los esforzados, los libres.