Chile vive los últimos meses de un Gobierno izquierdista de carácter monárquico en el que su presidenta impone su visión por sobre cualquiera, pisoteando a la mayoría de los chilenos. Quien tenga una visión distinta es satanizado y, en el mejor de los casos, ignorado. Por esto es que en el presente Gobierno ha sido muy difícil llegar a consensos y se instaló la cultura de la retroexcavadora. Esa cultura donde se pasa por encima de todo lo construido con una política de encuentros que significó llevar a Chile a la cima de América Latina en casi todos los aspectos.
La máquina aplastadora del Gobierno de Bachelet quería dar una imagen de que venían a barrer con todo aquello que estaba mal y que producía injusticia en el país, tanto así estaban convencidos de que la presidenta remedó las palabras del dictador cubano Fidel Castro, diciendo con palabras algo más hermoseadas “la historia me absolverá”
Con una reforma tributaria que literalmente espantó a los generadores de riqueza, ahorcó a los pequeños y medianos emprendedores, además de una reforma laboral de corte sindicalista que imposibilita el buen diálogo entre personas y sus empleadores, ya que los obliga a sindicalizarse o a ser anulados como individuos, la retroexcavadora de Bachelet parece estar cumpliendo su misión, barrer con el progreso construido a partir de acuerdos, de aprender a rescatar la visión del otro sin anularlo, pero sí conviniendo en términos medios favorables para el progreso del país. Esto significa que la experiencia acumulada de la nación le fue indiferente y que por razones ideológicas estaba bien dispuesta a eliminar el desarrollo.
Cualquiera que sea el Gobierno que venga tendrá un desastre difícil de manejar debido a las muchas reformas realizadas, en materia de educación en particular. Reducir la cuestión de la educación a su forma de financiamiento es tanto simplista y reduccionista como irresponsable. Jamás se preguntaron cómo realmente proteger y mejorar la calidad. En este sentido, todas las reformas hechas han tratado de comenzar el mundo desde cero, pero con una carga ideológica importante que no permite los tan extrañados acuerdos.
Tantos cambios que solo han producido malestar que hace difícil la tarea de valorar los avances, que sí los ha habido en materia de libertad civil, aunque sea por razones electorales y no por principios.
Entonces, frente a este panorama queda preguntarse ¿cuáles eran las reformas que sí eran necesarias para hacer de Chile un país más próspero y libre?
Conocemos las leyes de la economía básica que funciona en torno a la oferta y la demanda. Cada vez que el estado decide involucrase, al menos en el caso de Chile, tiende a querer monopolizar todo lo que toca, pero gracias a una saludable política se había llegado a ciertos acuerdos beneficiosos para las personas, tales como los colegios subvencionados, que si bien recibían cierto dinero del Estado, no requerían la intervención total y permitían la autogestión. Mayor competencia para distintos proyectos educativos, con menor inversión del Estado incluso y mayor participación de la sociedad civil, habría logrado, eventualmente, que el bien que es la educación, y sí es un bien, pudiera ser más accesible y de mejor calidad para las personas de clase media y pobres, sobre todo que por las mismas razones se habrían igualado hacia arriba. La competencia es buena y el rol del Estado es fiscalizar que esa competencia sea limpia y que se cumplan los estándares mínimos de calidad, lo demás puede perfectamente ser suplido por la sociedad civil de manera más eficiente y eficaz de lo que el Estado es capaz de hacerlo.
Reducir el estado en vez de aumentarlo exorbitantemente como lo hizo el presente gobierno que además amarra al siguiente a una deuda astronómica y un compromiso con un excedente de funcionarios públicos. La idea de Bachelet parece haber sido maquillar su falta de capacidad para dejar que la sociedad cree buenos empleos, entonces quiso acaparar esa responsabilidad cuando la realidad muestra que el peor creador de empleos es el estado, porque el estado no tiene más dinero que el que tienen sus contribuyentes y entre otros es un administrador probadamente deficiente que varía según gobiernos, pero en general tiende a ser menos prolijo que el sector privado.
Eso de cubrir de alguna manera el desempleo generado por las innecesarias y banales reformas hechas en sectores tan sensibles, termina por obligar al Gobierno a crear empleos públicos, convirtiendo al Estado en una caja pagadora de favores y el centro del despilfarro. Es como contratar a 20 personas para cambiar un foco de luz y decir que todos ellos tienen empleo.
La verdadera reforma, en vez de crear ministerio tras ministerio y sus correspondientes burocracias tragadoras de recursos, es hacer lo opuesto, reducir el Estado y recortar el gasto público, sobre todo si eres un pésimo administrador financiero, como está probado que la izquierda es. Lo necesario era la responsabilidad fiscal, pero para un Gobierno que vive de promesas demagógicas y un populismo exacerbado, es imposible dedicarse a la producción en vez de al despilfarro.
En efecto, lo que se logró fue bajar de los patines a todos los chilenos, sí, aún a esos que parecen haberse enriquecido en estos años, porque pese a que quizás su capital financiero haya aumentado, el contexto para crecer, la seguridad, el orden y la estabilidad jurídica fueron amordazados, aprisionados y amenazados de muerte. Frente a esto, su corta bonanza solo se podría ver acompañada de un lúgubre futuro en un país encaminado a la ruina.
El problema entonces es que aunque se hicieron reformas, no se hicieron las que correspondía, sino las que la ideología sin estudio podía producir. Sí, esa ideología que nubla la razón, que interpreta los hechos, los datos, los números y la historia con un deseo antojadizo de ser “democráticamente totalitarios”.