La semana pasada, el mundo, y en particular los ciudadanos de Chile, fuimos testigo de la versión más genuina de la expresidenta Michelle Bachelet: su espíritu democrático, su sentido republicano y su comportamiento político no solo develan su idea de país, sino que nos ayudan a entender, sin matices, lo que para los “progresistas” es la democracia.
En toda empresa, sea pública o privada, cuando se conoce al sucesor, los empalmes son el pan de cada día; no obstante, en Chile no parece ser esa la realidad. La elección de Sebastián Piñera como nuevo presidente significó un golpe a las finanzas y proyectos personales de los integrantes de la Nueva Mayoría. De ahí, que no sea de extrañar el sinnúmero de contratos y nombramientos (a dedo) que hizo Bachelet para amarrar a sus adeptos y limitar el accionar del próximo Gobierno.
Sin embargo, la presentación de un proyecto que busca la modificación de la actual constitución y el nombramiento del exfiscal del caso Caval (quien no solo salvó al hijo y la nuera de la presidenta de sanciones penales y civiles, sino a ella misma y su futuro político) como Notario, fueron sin duda un autogol para los sectores de izquierda y para nuestra ya maltrecha y cuestionada institucionalidad.
Nos quedó claro a todos que para Bachelet los ciudadanos y las instituciones están a su servicio, que no tienes razones para preocuparte si hay dinero y si haces parte de los inscritos en su partido. El peso de una llamada telefónica nos hace cuestionar al menos tres aspectos: ¿promueve la meritocracia la elección de representantes en los distintos órganos del poder público?, ¿qué alcances tiene un presidente y qué órganos de verdad lo controlan? y ¿existe realmente equilibrio de poderes propio de una democracia?
Respecto al primer interrogante, la respuesta claramente es negativa. El mérito en las instituciones públicas de Chile está ligado a lo que llamamos “pituto” (conexiones estratégicas) y todos hemos sido testigos en los diferentes niveles, regiones y ámbitos del poder, del vertiginoso ascenso de alguien cuyas capacidades, habilidades y conocimiento dejan mucho que desear y, por supuesto, el máximo ejemplo lo tenemos en la presidenta misma y su pseudo título de médica y estadista.
Los alcances del jefe de Estado en un sistema presidencialista como el nuestro están ligados a aquello que la “opinión pública” les permita hacer. Es decir, aquello que suponga la menor pérdida de adeptos para las próximas elecciones y por ello su afán desmedido por controlar los medios y permear la información que circula en las redes sociales, procurando siempre quedar como la cenicienta del atroz “capitalismo salvaje” que caracteriza a nuestro país.
Ahora bien, ¿puede alguien controlar a quien lo ha contratado? La respuesta parece obvia, empero, no ha molestado a la señora Bachelet durante los cuatro años de Gobierno para hacer una reforma a tal adefesio y la razón es sencilla: quiere seguir teniendo control de las diferentes esferas y necesita la menor oposición posible. El interés de esta grandiosa y sabia mujer nunca fue el fortalecimiento de la democracia, de las instituciones, de los valores cívicos; tampoco lo fue la transparencia ni la eficiencia; su única meta parece haber sido el enriquecimiento y aprovechamiento de las ventajas de Chile para ella y los suyos. ¿A quién se le ocurre pensar que un fiscal elegido por la presidenta investigará y presentará pruebas en su contra? Probablemente, una de las primeras y más urgentes intervenciones que tendrá que hacer Piñera y su gabinete debe ir encaminada al aparato judicial y en el mediano plazo, una reforma a la estructura y organización del Estado que impida esos “vicios democráticos”.
Por último, la esencia de la democracia varía de acuerdo con el acento que cada Gobierno y su ideología le quieran dar. Por ejemplo, para los hermanos Castro y para el líder norcoreano Kim Jong-un en sus países hay democracia porque hay elecciones, aunque el único candidato y el único partido sean ellos mismos. En la Alemania nazi, por su parte, se consideraban las acciones democráticas porque se encontraban en el marco de la legalidad (las atrocidades y excesos estaban en la ley, entonces debía ser bueno) y habían sido respaldadas en las urnas. Del mismo modo, para los comunistas, la democracia es un medio para llegar al poder, pero si es necesario prescindir de ella y usar la fuerza, debe hacerse. Dicho esto, es fácil entender por qué el Frente Amplio y la Nueva Mayoría se presentan a elecciones, por qué Bachelet utiliza su influencia para esquivar asuntos legales o hacer cortinas de humo, como la “nueva constitución” y por qué se involucró en época electoral haciéndole campaña a Alejandro Guillier.
Para Bachelet, la democracia no es un fin, es un medio. Los pobres, los indígenas, los niños, las mujeres no son su mayor preocupación, no son la bandera de su Gobierno ni de su cosmovisión, solo son sujetos “útiles” que pueden ser su botín electoral. Lastimosamente, y tras cuatro largos años, los chilenos heredamos un país destruido, polarizado, caótico y en crisis. Ese fue el legado de pureza y transparencia que la primera presidenta nos deja; esa misma que se siente pionera y digna de ser imitada por ser mujer, pero que todos sabemos que su sexo no tiene nada que ver con su eficiencia y honestidad.