La polarización política tiene por estos días a muchos discutiendo sobre el plebiscito de 1988 y las posiciones del Sí y el No.
La sociedad se divide casi con un odio encarnizado por las diferentes posturas pues para unos votar por el sí es traición a la patria y para otros votar por el no también lo es pues representaba el peligro de volver hacia el marxismo que tanto daño le hizo al país.
Es fácil abanderarse sin contemplación del contexto y más sencillo aún desde la perspectiva del tiempo decir cuál habría sido la decisión pues los resultados son visibles y nada cuesta ser general después de la batalla, pero en ese entonces, no era una decisión tan obvia.
El plebiscito fue un referéndum realizado en ese país el miércoles 5 de octubre de 1988, durante el gobierno militar. En aplicación de las disposiciones transitorias (27 a 29) de la Constitución Política de 1980, este plebiscito se llevó a cabo para decidir si Augusto Pinochet seguía o no en el poder hasta el 11 de marzo de 1997.
De presentarse como resultado el Sí, significaría la permanencia del general Pinochet, de ganar el No, se convocaría a elecciones democráticas al año siguiente.
La importancia del plebiscito no es simplemente que ganara una de las dos posturas sino el recurso utilizado para poder ganar.
De luces y sombras tienen todos los gobiernos, democráticos o no. Hay cientos de regímenes que llegaron al poder vía elecciones y fueron inmensamente más devastadores que otros que no utilizaron un método democrático.
Es deshonestidad y pereza intelectual no darnos la oportunidad de estudiar cada régimen con sus aciertos y errores y ser reduccionistas al decir simplemente “todas las dictaduras son malas” porque hay mucho que explorar en cada proceso histórico aunque no nos sea ideológicamente afín.
Con todo lo que significó para los DD.HH el gobierno militar y podemos estar de acuerdo con que jamás debió tratarse así a ningún compatriota, los resultados no solo económicos, pues estos no justifican la pérdida de ni una sola vida, sino el modelo democrático es admirable y digno de imitar.
Ya quisieran países como Venezuela, Nicaragua, Cuba, Corea del Norte y muchos otros tener la posibilidad de plebiscitar la continuidad de sus gobernantes autoproclamados.
No todo el mundo estuvo de acuerdo con el plebiscito, es necesario recordar que el partido comunista intentó boicotearlo por considerarlo un fraude y plantó múltiples explosivos en numerosos lugares para desbaratar el proceso, pero el hecho de que ganara el No, es la prueba más obvia de la legitimidad del mismo.
De todas maneras hubo un buen porcentaje de la población votante que consideró un riesgo demasiado grande votar por el No y sería reduccionista e ignorante llamarlos fascistas, antipatriotas y asesinos solo por no tener toda la información de la que disponemos hoy y votar según fueron persuadidos y según sus válidas visiones de desarrollo.
En todo caso, lo que es más digno de imitar y digno de resaltar con orgullo nacional máximo, no es que existiera el plebiscito, pues este fue estipulado en la Constitución de 1980, algo ya atípico en cualquier dictadura. Lo más espectacular de este proceso de consulta es que en un régimen autoritario, ocurrió lo inesperado y nunca antes visto, el despliegue absoluto de la libertad de expresión.
Basta con revisar las franjas publicitarias del Sí y del No y darnos cuenta que se puso sobre la mesa todas las armas comunicacionales de cada lado. El juego fue sobre la persuasión, quien podía utilizar los medios disponibles de mejor manera, cómo se podía orquestar mejor el discurso, manejar mejor la información. La libertad de expresión en su esplendor.
Eso es un tesoro que parece que vamos desdeñando con cada año que se aleja de aquella fecha. La posibilidad de libremente expresar nuestras ideas con el fin no solo de vivirlas sino de persuadir a otros, lo cual es la cúspide de una civilización.
Reemplazar la violencia con el discurso ha sido uno de los pasos más difíciles de dar por miles de sociedades alrededor del mundo y henos aquí, en un pequeño país llamado Chile y en pleno gobierno autoritario, las instituciones se afirman y se hacen respetar pese a la incomodidad que esto pueda significar para el gobierno de turno.
La Constitución pone las cartas sobre la mesa y estas se respetan, se organiza el plebiscito y este requiere no de armas ni coerción, sino de presentar los mejores argumentos de los que se disponga para atraer las simpatías de la población.
En ambos sectores se utilizó una pizca de miedo al futuro, de esperanza de mejoría, de razonamiento lógico y de fervor algo infantil, pero ambas fueron discursos. Esto es poderosísimo en sí mismo. La realidad no miente y es necesario reconocer que incluso con los horrores pasados, parte de las luces del gobierno militar fue respetar los designios constitucionales, respetar la institución misma que proveía orden en la nación y con la hipersensibilidad nacional en el aire, saber respetarla y no utilizarla para eternizarse como todos los demás gobiernos autoritarios sin excepción.
Desconocer este avance solo por odios políticos no le hace bien al país pues minimiza la increíble potencia democrática que mueve al país y que nos llevó a una transición única y pacífica, quizás la más saludable alguna vez vista en el mundo.
La libertad de expresión como baluarte de la democracia, el entierro de la violencia y su reemplazo por el dialogo, el discurso y el libre pensamiento es un logro inconmensurable de la época y nos consagra hacia la vía del verdadero desarrollo.
Perder esta cualidad por hipersensibilidades, dejar que esta nueva tendencia de tener policías del pensamiento que custodien las ideas y prohíban la libre expresión no solo es un desprecio hecho a todos aquellos que participaron por restaurar la amistad cívica y la verdadera democracia en Chile, sino que es una declaración abierta de que no son diferentes de su objeto de odio pues son tan autoritarios como cualquier dictador.