En los últimos meses Colombia ha sido el centro de atención a nivel internacional a causa por los llamados acuerdos de paz entre la guerrilla de las FARC y el gobierno liderado por el presidente Juan Manuel Santos.
El pasado 2 de octubre se realizó un plebiscito, mecanismo por el cual los colombianos refrendaríamos o no los acuerdos, y para sorpresa del gobierno una pequeña parte de la población dijo “No” estar a favor de lo pactado en La Habana, otra más pequeña aún dijo “Sí” estar a favor. Y digo pequeña porque en realidad la gran triunfadora de la jornada fue la abstención; el 63,32 % de los colombianos aptos para votar decidieron simplemente no hacerlo. Por supuesto eso no generó sorpresa alguna. Esto indica que el 36,68 % de la población fue la que decidió sobre el asunto de “la paz”, y la decisión final fue tomada por un escaso y válido 0,16 %.
Lo curioso del caso es que en Colombia hablar de “paz” suscita todo tipo de comentarios: desde los esperanzadores (algunos rayan en la ingenuidad), los que se pueden catalogar como rarezas (porque uno no encuentra relación entre lo que dicen y “la paz”) y, por supuesto, los violentos, que para ser honesta me causan mucha curiosidad, más cuando vienen de los promotores de “la paz” y cuando lo que se pretende es lograr es eso mismo: “la paz”. Aunque en realidad no es “la paz” lo que se lograría, sino que un grupo al margen de la ley, alzado en armas y principal cartel narcotraficante del mundo deje sus actividades y se reincorporen a la vida civil. Y precisamente esa parece ser la parte que aún no ha sido entendida por los defensores y contradictores de “la paz”.
Lo que no han entendido los defensores de “la paz” es que no se está negociando “la paz” una cosa abstracta que todos desean, pero que nadie logra materializar, lo que se está negociando es el cese al fuego y la interrupción de ciertas actividades ilícitas; que por supuesto contribuyen a un estado de tranquilidad social que puede confundirse con “la paz”.
Es por ello que el gobierno, queriendo vender el cuento de “la paz”, le preguntó a los colombianos, palabras más palabras menos, si estaban de acuerdo con una paz estable y duradera, no preguntó si se estaba de acuerdo o no con las concesiones que daban parte y parte para que la guerrilla dejara de ser un grupo al margen de la ley. Pregunta, que a mi juicio, se prestaba para ser tergiversada o acomodada según el criterio del interlocutor. Ahora si nos limitamos a la pregunta y su posible respuesta estoy segura que muy pocas personas dirían: “no, yo prefiero una guerra inestable y efímera”.
Resulta que ese no es el quid del asunto, y la gente, seguramente la mayoría, que votó “No” en el plebiscito no lo hizo porque se consideraban guerreristas (como fueron catalogados por muchos de los defensores de “la paz”). Seguramente eligieron esa opción porque con lo que no estaban de acuerdo era con la letra menuda de la pregunta, ese pequeño asterisco al final de la pregunta que indica aplica términos y condiciones.
Independiente de las razones para votar “Sí” o “No”, y si se hizo el ejercicio de leer la letra menuda (297 páginas de ese primer acuerdo), lo paradójico del asunto fue la “guerra campal” o la “guerra de teclados” que se vivió por redes sociales sobre este asunto.
Insultos que iban y venían, mentiras de lado y lado, sesgo y obstinación rampante, emoción a flor de piel, estar a favor de Fulano y en contra de Mengano hacían parte de los acalorados debates en pro de “la paz”.
Acá no pretendo desglosar las razones que hubiesen podido tener los del “Sí” o los del “No”, sino hacer una pequeña lectura de la idea de paz que generó el dichoso acuerdo.
Partamos de la pregunta formulada en el plebiscito. Acá el tema no era una paz estable y duradera, porque, como dije, pienso que la mayoría de los colombianos estamos de acuerdo con eso. Acá el tema era estar de acuerdo o no con ciertas concesiones que le hacía el gobierno a la guerrilla y las que la guerrilla le hacía al gobierno. Aclaro que parto del punto que entiendo por acuerdo un toma y dame, en donde las partes involucradas sienten que dan mucho y que reciben muy poco. No importa de qué lado de la moneda se mire la situación, resulta igual para las dos partes, estas quedan con el mismo sin sabor de haber dado mucho más de lo que recibieron.
Es en esas concesiones donde realmente está la inconformidad de los votantes del “No”, bien sea por el tema de las curules, la plata para financiar el partido político de las FARC, las emisoras, la plata que se les daría a los desmovilizados, el narcotráfico como delito conexo o un sinfín de etcéteras que pudiesen tener dichos votantes.
Ahora un poco distante de la situación puedo preguntar tranquilamente ¿Acaso tenemos todos que estar de acuerdo en todo? ¿Acaso tenemos que tragar entero? ¿Acaso el otro no puede pensar diferente? Estas preguntas involucran tanto a los del “Sí” como a los del “No”, porque unos y otros se enfrascaron en discusiones de toda índole, y sí como dicen por ahí: “para pelear se necesitan dos”.
Independiente de si el 2 de octubre se salió a votar, o si se hizo por el “Sí” o por el “No”, lo que sucedió fue que los colombianos nos manifestamos legítimamente sobre un tema que nos incumbe a todos, incluso a los apáticos políticos, aquellos que consideran que la política no rige su vida (ha de ser que no saben que los impuestos que pagan, por ejemplo, son orquestados por políticos).
Ahora el gobierno pretende pasar los nuevos acuerdos directamente por el Congreso, sin consultarle a la gente (imagino que para no correr el riesgo de otro “No” y/o para no hacer el oso de proporciones magistrales a nivel internacional). O quizás aprendió del gobierno pasado: hacer las cosas por debajo de la mesa, como el acuerdo con los paramilitares en el que no nos preguntaron si nos gustaba o no, simplemente nos obligaron a tragar el sapo. Cómo nos tragábamos ese sapo era asunto de cada colombiano, no del gobierno.
Sin embargo, esta nueva situación me genera una pregunta: ¿qué puede salir bien de este acuerdo de paz si una parte de los colombianos están en contra y será refrendado a la maldita sea? Seguramente nada, o lo mismo que con el acuerdo con los paramilitares: ¡ahí les dejamos el sapo!, ¡ustedes verán cómo se lo tragan! Porque “la paz” en Colombia, tristemente, no es la ausencia de lucha armada (con todo lo que eso significa), por el contrario es un “estás conmigo, piensas como yo, avalas lo que digo, tragas entero o simplemente estás en contra mía”.