“El nacimiento de los Estados que integran nuestro ámbito histórico tiene su causa en una de las mayores revoluciones terribles ocurridas jamás, de manera que la crisis institucional padecida en estos países de manera recurrente, nuestro innegable atraso, así como nuestras conmociones políticas y sociales, tan frecuentes que no parecen sino prolongaciones más o menos directas de una misma revolución inicial, podrían ser comprendidas de una forma más profunda a la luz de un examen completo del acontecimiento revolucionario que, en cambio, se procura por todos los medios mantener a la sombra, debido a la influencia de varios factores, entre los cuales pueden citarse provisionalmente los intereses del estamento dominante en tiempos coloniales- transformado, pero no extinguido, en tiempos republicanos -, la ideología heredada del siglo de las luces y la fabricada en el siglo pasado en nuestro medio, a las que se añaden varias mutaciones del virus revolucionario, los desequilibrios sociales, raciales y culturales originados en una guerra de emancipación particularmente destructora, y la estrategia colonialista y neocolonialistas de las grandes potencias de ayer y de hoy. Esos factores, y de modo particular su reflejo en las conciencias, han logrado deformar por completo la visión que de sí mismos y de su pasado tienen los hispanoamericanos, al punto de volverlos incapaces de gozar de la libertad”.
Ángel Bernardo Viso
“La locura quijotesca de Bolívar será la ruina de su país”.
Sir Robert Ker Porter
La historiografía se ha encargado de desentrañar las causas y consecuencias de las grandes revoluciones del siglo XX —de “revoluciones terribles” las califica Ángel Bernardo Viso— y llegar a conclusiones y balances difícilmente discutibles. Lo único cierto y verdadero es que todas ellas han fracasado en el logro y la realización de sus propósitos iniciales y, como lo afirmaran los padres de la primera revolución de Occidente, la francesa, puestos de acuerdo ambos extremos políticos de la misma, el girondino Pierre Victurnien Vergniaud y el jacobino Jorge Jacobo Danton, guillotinados por órdenes de Robespierre: “la revolución, como Saturno, acaba devorando a sus propios hijos”. Los mejores, apostrofaría León Trotski, el más emblemático de los mejores hijos de la Revolución rusa, devorados todos por Stalin. A todas ellas, que comenzaran prometiendo el cielo y terminaran desatando los infiernos, les cabe el juicio sumario con el que Carlos Franqui, devorado también, como Huber Matos por la Revolución cubana, por la que se jugaron sus vidas en la Sierra Maestra: “es una verdad incontrovertible que el triunfo de la revolución castrista ha sido, y es todavía, el más trágico acontecimiento de la historia de Cuba”[2].
No se abusa de su acierto si se lo aplica a todas las revoluciones que tuvieran lugar desde la francesa hasta el presente. La única que triunfara en toda la línea, porque, como lo señala Alexis de Tocqueville en su obra El antiguo régimen y la revolución, ella no surgió violenta y abruptamente de la nada, consumida por una vorágine azarosa y casual que se desatara por hechos circunstanciales, sino que se desarrolló desde el seno mismo del antiguo régimen, hasta alcanzar la madurez que le permitiera emerger como un organismo semidesarrollado y casi perfecto. Es lo que convierte al año 1789 en una clave de la evolución histórica de Occidente, como la norteamericana, su pendant. Y aun así: Ludwig von Mises, en el oscuro período de entreguerras y cuando el nazismo estaba a punto de asaltar el poder de Alemania, escribió: “¡Qué inmenso ha sido el perjuicio que recibió Francia con motivo de la gran revolución, perjuicio del que jamás ha podido reponerse! ¡Y qué ventaja tan enorme ha sido para Inglaterra haber podido evitar toda revolución desde el siglo XVII!”[3]. Muy en concordancia con el juicio del gran economista austríaco: todas las revoluciones motivadas por su influjo fueron abortos de las circunstancias y provocaron los más temibles cataclismos internos en las sociedades que las sufrieran. Han sido fracasos de trágicas consecuencias[4]. Lo único cierto de todas ellas al día de hoy, es que, salvo la alemana de Hitler, que fuera exterminada de raíz al costo de decenas de millones de muertes y la más devastadora de las guerras de la historia de la humanidad, las revoluciones de Lenin, Mao, Kim Il Sun y Fidel Castro aún languidecen en una tenaz agonía, sea negándose a dejar la escena, ya convertidas en fantasmas hamletianos, como la cubana, en caricaturas sangrientas, como la de Kim Jon Il, sea metamorfoseadas en algo difícilmente vinculable a sus orígenes utópicos y mesiánicos, como la bolchevique o la maoísta.
Sea como fuere, continúan pesando en el imaginario, inciden en el curso del proceso histórico real y actúan desde el inconsciente colectivo de nuestra cultura como los planetas muertos de una galaxia extinguida. Son los agujeros negros del progreso de la humanidad hacia la libertad. Llegaron para quedarse y nos legan, en herencia, problemas irresolubles. Si la Revolución china ha logrado sobrevivir metamorfoseada en el más salvaje de los capitalismos de Estado, la soviética, travestida de democracia posmoderna, continúa ejerciendo su nefasto influjo desde los subterráneos del Kremlin y el reinado del último discípulo de Stalin, Vladímir Putin. No hablemos de la revolución bolivariana, un esperpento tercermundista digno de Valle Inclán.
La única revolución nacida por efecto del impacto de la Revolución francesa y los efectos de la revolución norteamericana, que jamás fuera verdaderamente cuestionada por la posteridad, que triunfara, aparentemente, en toda la línea y continúa determinando el curso de todo un subcontinente; la misma que, tabuizada, se resiste al más mínimo cuestionamiento, ha sido la revolución independentista sudamericana. Si la Revolución francesa dejó huellas manifiestas de su próximo advenimiento, no existen testimonios que hayan vislumbrado la independencia de la América Española casi que en sus máximas inmediaciones. No hay una sola referencia a profundos cambios en la estructura del dominio colonial que hicieran presagiar una revolución de las dimensiones que asumiría el movimiento independentista en la profusa, extensa y variada obra de Humboldt, un extraordinario y muy perspicaz observador de hechos y circunstancias, que sin embargo pasó largo tiempo en suelo venezolano y suramericano. Salvo menciones anecdóticas del gusto por lo político y la agudeza en el análisis de las circunstancias que observara en los corrillos mantuanos de algunas posadas venezolanas. Nada le hizo presagiar una explosión revolucionaria que viniera a cambiar las cosas tan drástica e incluso trágicamente como sucedería a partir de los sucesos de abril de 1810. Así los narra desde su próxima inmediatez José de Austria, a cuarenta y tres años de distancia: “Llegó, por fin, el día 10 de abril de 1810. Aurora de gloria; también de inauditas desgracias. En el gran libro del destino estaba escrita la libertad de la patria, la ruina de algunas ciudades, la muerte de nuestros deudos y amigos. Sublime contraste, reservado al supremo regulador del universo. Las cadenas forjadas en trescientos años se rompieron en aquel venturoso día; los gérmenes de la creación, que principiaban a desarrollarse, se obstruyeron en aquel día infortunado. Se derramó la semilla de los laureles y de la palma de un triunfo heroico; se regaron los campos con la preciosa sangre de ilustres patriotas. A la paz sucedió la guerra; a la tiránica dominación de un monarca, la libre soberanía del pueblo; a la opresión, la libertad; y más después se emprendió una carrera siempre peligrosa: carrera de aprendizaje, de ensayos, de contradicciones; de libertad y de tiranía, de virtudes y de crímenes”[5]. Mayores contradicciones, imposible. Se destaca el bien que provoca un infausto e irreparable mal.
Las agudas y precisas observaciones del enviado británico en Caracas, Sir Robert Ker Porter, demuestran que esa revolución no incidiría ni en los usos ni en las costumbres dominantes bajo la égida de España, salvo en la violenta irrupción de la llamada pardocracia, comandada por Páez y Mariño, en el gobierno del país y la práctica extinción del rol jugado por la aristocracia criolla. Con la excepción del grupo en torno a Simón Bolívar. Que se consumiría en el fuego lustral de la guerra. Para terminar de extinguirse para siempre, tres décadas después, como resultado de la llamada Guerra Federal. Que marcara el fin del influjo de la aristocracia criolla en los destinos del país.
Resulta inútil preguntarse acerca de lo que pudo haber devenido de la América española, si no se hubiera independizado de España o hubiese sido derrotada en sus inicios. Lo que parecía un hecho después de la derrota de Bolívar en Puerto Cabello, la capitulación de Miranda ante Monteverde, la expulsión del liderazgo insurreccional de territorio venezolano en julio de 1812 y el regreso de Fernando VII al trono de España. Una revolución que, en el colmo de sus contradicciones, nació en defensa del secuestrado soberano, llamado por ello el “Deseado” y pudo finalmente imponerse ante la crisis terminal e irreparable provocada por la infinita mediocridad, incluso estupidez del liderazgo monárquico. En una suerte de teoría carlyleleana invertida, como lo insinúa el historiador inglés Max Hastings respecto de la Primera Guerra Mundial, las crisis terminales parecen deberse a la ausencia de grandes hombres. Son, en esencia, crisis de liderazgos. ¿Alguien lo duda en el caso de Venezuela?
Nadie ha osado tampoco imaginarse qué hubiera sido de las colonias si sus élites, en lugar de trenzarse en una carnicería de muy cuestionables resultados, se hubieran acomodado a los cambios que la corona, acéfala y apuntando a una obligada liberalización acorralada por las guerras napoleónicas, intentara efectuar a través de las Cortes de Cádiz al borde del cataclismo que sufriera luego del secuestro de Fernando VII y la concatenación de declaraciones de las provincias americanas en su respaldo, que al cabo de los días y ante la debacle manifiesta de la corona dieran paso a las declaraciones de independencia, comenzando por la de la provincia de Venezuela en 19 de abril de 1810, reafirmada como un hecho constitucional en 5 de julio de 1811, y terminando con la expulsión de las tropas españolas del continente suramericano por Bolívar y Sucre luego de Junín y Ayacucho, en agosto de 1824. Imposible ocultar la principal responsabilidad de Bolívar, Sucre y el mantuanaje caraqueño en esos hechos de dimensión histórica y global. Ambos pagarían con sus vidas, en fiel cumplimiento del apotegma, según el cual las revoluciones comienzan por devorarse a sus mejores hijos. La aristocracia criolla sobreviviente de la guerra civil terminaría por extinguirse entre los fuegos incendiarios y los innumerables combates de la Guerra Federal o Guerra Larga. Que terminaría por asentar la victoria del dictador Antonio Guzmán Blanco y la predominancia hegemónica de la pardocracia, aquella que, según Bolívar, había convertido a la recién liberada Ecuador en una republiqueta.
Los intereses de las nacientes oligarquías criollas que se apropiaran violentamente del poder en toda la región, sumidas en las vorágines desatadas por sus feroces apetencias de poder, y consumidas, si no devastadas por sus propios enfrentamientos internos, supieron sumar fuerzas para legitimar sus repúblicas y legitimarse ellas mismas. Consumidas en las guerras intestinas, el caos y la desintegración, desapareció la capacidad del autoanálisis y las debidas correcciones, procediendo a mistificar sus propios orígenes a medida que se estabilizaba el nuevo régimen de libertades, ya en el tercer cuarto del siglo XIX, bajo la dictadura de Antonio Guzmán Blanco. Es el motivo primordial de lo que el historiador Germán Carrera Damas definiera como “el culto a Bolívar”. Bolívar, sin ninguna duda el caudillo primordial del vasto proceso que culminara con la expulsión de la corona y el establecimiento de las repúblicas, se vio obligado, no obstante, a hacer el balance de sus veinte años de guerra y la imposición por él al mando de sus tropas invasoras de la independencia en cinco republicas: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Que no fueran antecedidas, oportuno es recordarlo, de la debida maduración sociopolítica de las condiciones indispensables para hacerlas sustentables. Voluntarismo injerencista de la más cruda especie, pues en rigor no obedecieron a un proceso social generalizado y emancipador. Y de consecuencias tan catastróficas, que luego de imponer sus independencias el propio Bolívar clamaba por el auxilio de alguna potencia europea para que viniera a darle orden y sentido al caos que imperaba en todas ellas. Y tan deplorable fuera el resultado, que finalmente no se quejaba acerbamente por la eventualidad de una intervención recolonizadora europea, sino por el desinterés que mostrarían Inglaterra o Francia por venir a hundirse en el marasmo de la América independizada, en el que él ya naufragaba.
La conclusión extraída por Bolívar, ya a punto de ser arrebatado por la tuberculosis y morir en la Quinta San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, Colombia, en diciembre de 1830, fue trágica y desoladora. Tanto, que sus idólatras apenas la mencionan, si bien constituye un documento de extraordinaria importancia. Se trata de su artículo Una visión sobre la América española, que ha permanecido al margen del conocimiento del gran público, así esté a la vista de todos. Se duda incluso de su autenticidad y autoría. Sobre todo en Venezuela, que necesitada urgentemente de alguna narrativa fundacional y mitológica que le diera forma y consistencia a su permanente estado de fractura y disolución, elevara su figura, luego de repudiarla y prohibirle el regreso a su patria, a las alturas de un inmaculado e inmarcesible culto legendario. Convertido en semidios. Reinando sobre el panteón de lares y penates de la primera religión política del continente. Un culto que comenzó a doce años de su muerte, con el traslado de sus restos a Caracas por orden del general José Antonio Páez —el protagonista de la Cosiata, que cerrara el capítulo propiamente bolivariano de la historia venezolana con el incumplido deseo de fusilarlo— durante su segundo gobierno, el 28 de octubre de 1842. Hasta ser elevado al Panteón Nacional por el dictador Antonio Guzmán Blanco, hijo de Antonio Leocadio Guzmán, treinta y cuatro años después, el 28 de octubre de 1876. Y ser desde entonces idolatrado en el acto de hipocresía política más contumaz de la historia venezolana.
Cumpliéndose a la letra sus temores de ver su nombre y su prestigio ultrajados por quienes lo convirtieran en instrumento de sus sórdidos propósitos, sus restos serían profanados por quien se ha considerado su más legítimo heredero, el teniente coronel golpista Hugo Chávez, en un gansteril ritual de macumba y brujería, de santería y primitivismo afrocubano televisado en vivo y en directo por sus últimos adoradores, el 16 de julio de 2010. Era la confirmación de la absoluta subordinación del régimen venezolano a las prácticas de dominación implantadas en Cuba por Fidel Castro. Un personaje digno de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Al cabo del proceso de dominación puesto en práctica por el chavismo bajo la ingeniería política del Estado cubano, Venezuela yace devastada, hecha ruinas. Bajo el influjo del castrocomunismo militarista se cometió el mayor de los crímenes que hubiera podido imaginar en vida el reclamado padre de la patria: la devastación de la República Bolivariana de Venezuela. Ha sido la culminación de la maldición de Bolívar.
[1] Ker Porter R., Sir; Leal, T.; Deas M. (1997). Diario de un diplomático británico en Venezuela. Caracas, Venezuela. Fundación Polar. Pág. 87.
[2] Franqui, C. (2006). Cuba, la revolución: ¿mito o realidad? Memorias de un fantasma socialista. Barcelona, España. Península. Pág. 417.
[3] von Mises, L. (1968). Socialismo. Buenos Aires, Argentina. Pág. 62.
[4] Aconsejo respecto al fracaso de las revoluciones comunistas la lectura de la obra de François Furet, El pasado de una ilusión. Así como la obra completa de Jean François Revel. Lo mismo se deduce de la copiosa bibliografía dedicada a Hitler y el Tercer Reich, de la que reivindico por su brevedad y profundidad analítica las Anotaciones sobre Hitler, de Sebastian Haffner. Como también la copiosa bibliografía que merecieran la revolución de Octubre y la Revolución china, responsables de decenas y decenas de millones de asesinatos en masa.
[5] de Austria, J. (1960). Bosquejo de la historia militar de Venezuela. Caracas, Venezuela. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia. Pág. 91.