Ya no es La Habana: es Caracas. Ni siquiera es Caracas. Es Bogotá. Y ha comenzado a ser superada: ahora ya es Quito. La mancha de petróleo a la que Fidel Castro le apostara con tenacidad y porfía durante sesenta años, esperando cubrir al continente entero de castrocomunismo, ya ha comenzado a extenderse, cruzando ríos y montañas. El Caribe, que lo condenara durante esos sesenta años a remitirse a los confines de su pequeña gran isla, no pudo ser superado mediante la invasión y la guerra, enfrentada, rechazada y vencida fácilmente por las fuerzas democráticas venezolanas cuando los intentos invasores cubanos durante los años sesenta —Falcón, Machurucuto, Los Andes y Sucre— y culminando en un fiasco y la traición de las propias fuerzas armadas venezolanas. Que corrompidas, dinamitadas y convertidas en polvo y paja de la traición, corrieron a entregarse a La Habana sin haber disparado un tiro.
El tropero de los llanos le sirvió a su admirado líder y espíritu rector las reservas petrolíferas y minerales más ricas del planeta —oro, diamantes, uranio, coltán, hierro, aluminio— en la bandeja de plata de la rendición. Y mucho más importante que todo eso: le regaló el territorio de la República de Bolívar para que le sirviera de plataforma y base de expansión y dominio imperial en el continente. Poniendo sus mares, sus selvas y montañas, y todo su aparato estatal, civil y militar, al servicio del terrorismo islámico y el narcoterrorismo colombiano. Castro se hizo de Venezuela, su más ansiado botín, de la que fuera apartada de un solo manotazo por Rómulo Betancourt en 1959, y por sus ejércitos patriotas en los años cruciales de la invasión armada, por la entrega y sometimiento del acto más ominoso, vil y traicionero de la historia de Venezuela —descontada la traición de Bolívar a Francisco de Miranda— cometida por la felonía de los cuatro comandantes y el silencio y rendición de los ejércitos nacionales.
La historia se preguntará dentro de sesenta años, por decir lo menos, como hoy nos preguntamos asombrados ante la insólita tolerancia y complacencia de la administración J. F. Kennedy y todas las sucesivas frente al asalto castrocomunista soviético, por las razones que permitieron que las democracias de la región y, por sobre todo, la más valiosa e importante de ellas, la norteamericana, toleraran sin emitir un quejido una traición de una dimensión estratégica global tan importante. Permitiendo la instalación de un enclave soviético a pocas millas de sus costas. Sin querer imaginarse que tarde o temprano se harían a la conquista de América Latina continental detrás del magno y existencial propósito de Castro: aherrojar a todas las democracias del subcontinente para formar el cuerpo expedicionario capaz de enfrentar y derrotar a los Estados Unidos. Fracasaron en el primer envión guerrillero, liderado por el Che Guevara en Bolivia y por el general Ochoa Sánchez en Venezuela, insistiendo por la vía electoral en Chile con Allende. Ahora, después de Chávez, combinan todos los medios, comenzando por el golpe de Estado y terminando por la victoria electoral de países previamente desestabilizados.
Es el caso de Ecuador, invadido por Venezuela abierta y desembozadamente. Incluso con invasores pagados por el régimen de Maduro, cubiertos por la diáspora y protegidos por la buena voluntad del mundo ante la tragedia humanitaria venezolana. Lo que Occidente se niega a comprender es que esa diáspora no es una tragedia ocasional: es el producto buscado por una política voluntaria y consciente: provocar la crisis social y económica, para provocar el derrumbe de las instituciones y usar a la población hambreada, famélica y moribunda de carne de cañón para exportar la crisis, generar problemas internos y contrabandear la agitación que persigue la caída de los gobiernos y la intervención de las fuerzas castrocomunistas. Es lo que, acordado en Caracas por Rafael Correa, Nicolás Maduro y los asesores cubanos, se ha puesto en práctica en Ecuador. Y es lo que se pondrá en práctica en los restantes países de la región.
Esto, que no es ningún misterio, acontece a las puertas del Grupo de Lima. Que insiste en desconocer la urgencia de ir a las fuentes del mal, interviniendo por todos los medios necesarios en Caracas, desalojando a la dictadura y cortando el cordón umbilical que la mantiene unida a La Habana. Objetivo último de una operación de saneamiento y limpieza regional. A quienes insisten desde el Grupo de Lima en oponerse a la intervención humanitaria, sirviendo secreta e inconscientemente a la labor de zapa del castro comunismo, cabría recordarles la frase con la que Churchill se refirió a Chamberlain: con su política de apaciguamiento quiso evitar la humillación y la guerra. Por insistir por la vía negociadora tuvo la humillación y la guerra.