Más claro y evidente imposible: el asesor de política exterior del Gobierno de los Estados Unidos que recomendó la vía de las sanciones a las principales autoridades de la dictadura castrocomunista de Nicolás Maduro como forma de acorralarlos y precipitar su salida del poder no puede ser el mismo que pocas horas después se expresa a través del encargado de Donald Trump para el caso Venezuela, Elliott Abrams, proponiendo la conformación de un gobierno de transición a la democracia y la realización de elecciones limpias y transparentes, formado precisamente por las cabezas señaladas con cuantiosas recompensas en dólares —Maduro, Cabello & Cia.— con sus aparentemente mortales enemigos: Juan Guaidó, Henrique Capriles, Leopoldo López y Julio Borges.
La vía de las sanciones, si es congruente con sí misma, no termina en un gabinete mixto de cohabitación del tirano con los tiranizados. Más de dos milenios de cristianismo y 500 años de república nos han enseñado que no se puede obedecer a dos amos ni adorar simultáneamente a Dios y al Diablo. Escogimos la guerra a muerte contra los colonizadores —el saldo de esa guerra global y hemisférica que se prolongó por más de medio siglo debe aproximarse al millón de muertos— y el cristianismo como la religión de Estado. Se entiende el apuro de Donald Trump: no ha de ser muy grato estar entre el coronavirus y Nicolás Maduro. Con la perspectiva real e inmediata de que el avieso, brutal e inhumano ataque chino —capítulo aparte que merece una respuesta tan masiva, brutal e implacable como el ataque mismo— conduzca a Venezuela al abismo de la devastación y el matadero, terminando por desestabilizar a la región entera.
La propuesta no sería tan insólita, dañina y peligrosa si no pusiera de manifiesto las fórmulas de vieja data que reposan en los archivos de los responsables de la política exterior norteamericana. Pues quiso ser aplicada en El Salvador y en Yugoslavia, cuando sendos países sufrieron los problemas que nos afligen a los venezolanos. Sacar las castañas con la pata del gato y empujar la basura debajo de la alfombra.
¿Cómo bajar del cadalso a Maduro, a Diosdado Cabello, a Tarek El Aissami y a Jorge Rodríguez para sentarlos a la mesa de Juan Guaidó, Antonio Ledezma, María Corina Machado y Diego Arria? Ya Arreaza, alto personero de la dictadura, señaló que Maduro se negaba terminantemente a renunciar a su presidencia para formar parte de la extraña criatura de Elliott Abrams. Y aun cuando aún no se pronuncian, lo esperable es que las principales figuras políticas de la oposición se pronuncien en el mismo sentido. El coronavirus no ha avanzado lo suficiente como para reblandecer los cerebros de ambos liderazgos. La política, en Venezuela, continúa siendo la inevitable relación amigo-enemigo. No dejará de serlo porque se le haya ocurrido a un asesor de la Casa Blanca. La estupidez no entra al reino del enfrentamiento real que estamos sufriendo. El chavismo es nuestro coronavirus. No cabe convivencia alguna.
Los gobiernos, por interinos y transitorios que pretendan ser, no surgen de la manga de un prestidigitador norteamericano. Ni del capricho y la voluntad de políticos inexpertos del patio. Surgen de la voluntad popular. Y esa voluntad rechaza todo sometimiento, todo entendimiento y toda cohabitación con la tiranía. Quien acepte formar parte de ese gobierno anhelado por el Departamento de Estado será condenado al desprecio y el rechazo más categórico del pueblo venezolano. Es la hora de la libertad. De romper las cadenas. Quien no lo entienda será castigado por la historia. En buena hora.