La palabra dictadura es terrible, dijo el diputado Juan Donoso Cortés en un vibrante, acalorado y apasionante debate celebrado en las Cortes de Madrid en febrero de 1849 con ocasión de la que sería posteriormente recordada como “la revolución europea”, primera explosión del reventón devastador y apocalíptico anunciado, esperado y presagiado con ansiedad por los pensadores que la parieran —Carlos Marx y Federico Engels— y la dieran a conocer en el Manifiesto Comunista editado y publicado por los socialistas ingleses en Londres, en 1848. Si la clase trabajadora de las sociedades industriales más desarrolladas de Europa —ingleses, alemanes, franceses— y Norteamérica se unían siguiendo la convocatoria formulada con la consigna del Manifiesto —“proletarios del mundo, uníos”— el resultado sería una necesidad histórica: los socialistas tomarían el poder político y establecerían, primero en cada una de dichas naciones para extenderse luego por el planeta entero como una oleada que cambiaría el curso de la historia para siempre, gobiernos socialistas, anticapitalistas y proletarios. Que al calor de la Revolución de Octubre —la primera gran consecuencia de la revolución europea, producto inevitable del desarrollo material de la sociedad— el capitalismo industrial —y de sus expresiones políticas—, la revolución francesa, asaltaría en octubre de 1917 el Palacio de Invierno y le entregaría “todo el poder a los soviets”. Vale decir: a la vanguardia política del proletariado, esto es, a la dirección del Partido Comunista ruso y su líder máximo Vladimir Ilich Ulianov, Lenin. El mundo se había partido para siempre en dos mitades con sus correspondientes proyectos históricos: el capitalismo y el socialismo. Y sus correspondientes sistemas de dominación política: la dictadura proletaria de partido único y la democracia liberal de Estado de derecho. Con sus dos consecuencias inmediatas: el comunismo soviético y su “pendant”: el nazismo hitleriano.
Pero ni Donoso Cortés ni quienes le acompañaban en su reivindicación de la dictadura tan temida —los conservadores De Maistre y Bonald, entre otros—, tenían en mente o reivindicaban la dictadura marxista, la del proletariado, que aborrecían, sino su contraparte: era la dictadura restauradora del sistema y el Estado de derecho que la dictadura del proletariado pretendía desalojar, aplastar y ponerle un fin definitivo. “Si la palabra dictadura es temible” —dijo Donoso Cortés en esa ocasión—, “muchísimo más temible es la palabra revolución”. Las culminó manifestando, palabras más palabras menos, lo que debiera haberse convertido en la consigna de todas las circunstancias semejantes vividas desde entonces: “si con la legalidad basta para impedir la proliferación del caos y la destrucción del Estado de derecho perseguido por la revolución socialista, la legalidad. Si no basta con la legalidad, la dictadura”. Fue la consecuencia extraída por la derecha chilena cuando ante el evidente fracaso de la legalidad luego de las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, decidió el camino de la dictadura. De una cosa estaba claro Donoso Cortés: la revolución era la antesala del infierno, el reinado del totalitarismo. El socialismo, la caída en los abismos. De allí, ante la necesidad de impedir a todo trance la imposición de la llamada “dictadura del proletariado”, la “dictadura constituyente”, su propuesta de responder con la suspensión provisoria de la Constitución y establecer un régimen de fuerza. La dictadura comisarial. Fue su elogio de la dictadura.
No ha perdido un ápice de vigencia.
Carl Schmitt, el teólogo político más influyente del siglo XX alemán, continuaría la línea argumental de los conservadores europeos mencionados en uno de los escritos fundamentales que iría a la esencia conceptual del término dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria¹. Su amplia cultura histórica y su profundo conocimiento de la teoría y la práctica de la juridicidad constitucionalista le permitieron realizar un análisis cabal y esclarecedor de la dictadura, no como una aberración contra natura, sino como una respuesta perfectamente lúcida, legítima y necesaria inventada por los senadores romanos en el siglo V a. C. para enfrentar exitosamente las graves circunstancias internas y externas que amenazaban la existencia de la República romana.
Asediada la república desde dentro por las rebeliones de la plebe y las luchas internas por el poder, y desde fuera por las invasiones bárbaras, comprendió el Senado su incapacidad para enfrentar y superar el peligro de su extinción. Para conjurar la gravedad de la crisis era necesario un mando político-militar unificado y homogéneo, dotado con todos los instrumentos del poder, en manos del más capacitado de sus miembros, comisionado por un término de seis modos de ejercicio pleno y absoluto del poder. “Porque el dictador no es un tirano y la dictadura no es algo así como una forma de dominación absoluta, sino un medio peculiar de la Constitución republicana para preservar la libertad”². El escogido para ejercerla ni siquiera formaba parte del Senado, pues se había retirado a sus labores privadas, la agricultura: Cincinato. Se le encargó “la comisión” de resolver la crisis en un lapso de seis meses. La cumplió exitosamente. En dos oportunidades. Razón que llevó a Cal Schmitt a considerarla una “dictadura comisarial”. Encargada de enfrentarse y derrotar, en el orden constitucional interno, el asalto revolucionario y la dictadura constituyente en vías de establecerse y entronizarse para echar abajo los logros institucionales. De allí su elogio de la dictadura comisarial como última ratio del Estado de derecho.
Únicamente el oportunismo y la hipocresía de las izquierdas pueden desconocer un hecho indiscutible: el socialismo dictatorial solo puede ser impedido por medio de la fuerza, y su expresión máxima: la dictadura. De allí, la naturaleza estrictamente comisarial de la dictadura pinochetista, que cumpliera a cabalidad la comisión que le delegara la institucionalidad democrática chilena —el Congreso y el Tribunal Supremo de Justicia—, y la naturaleza constituyente de la dictadura proletaria perseguida por las fuerzas más extremas de las izquierdas chilenas. Una constelación de fuerzas y propósitos que dejada a su libre arbitrio hubiera derivado en una guerra civil de incalculables proyecciones. Sesenta años de tiranía castrista y veinte de satrapía castrocomunista en Venezuela hubieran podido evitarse si a su asalto se hubiera respondido con todas las fuerzas conjuntas y combinadas del poder liberal democrático establecido.
Si se está suficientemente consciente que la legalidad no bastará para resolver el grave problema que enfrentamos los venezolanos, ¿por qué la insistencia en el dialogismo castrante y engañador? ¿Por qué este legalismo automutilador? ¿Por qué este interinato falaz y cómplice? La respuesta está sobre la mesa. Salir de la oposición oficialista y asumir la vanguardia. Estamos a la espera.
¹ Carl Schmitt, La dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria. Alianza Editorial, Barcelona, 2003.
² Ibídem, pág. 37.