El uso coloquial del término hace pensar que el mercantilismo es algo parecido a excesivo apego al dinero. En la realidad, se trata de un conjunto de políticas económicas, visiblemente inconvenientes, que defienden por igual nacionalistas y socialistas, a veces, sin entenderlo demasiado.
Si usted es de quienes creen que en cada intercambio libre uno de los involucrados se perjudica, entonces hay mucho de que hablar.
La defensa del libre mercado apunta en dirección opuesta, asegurando que los implicados en un intercambio se benefician; de otro modo, la transacción no se ejecutaría. Aquello que obtengo en un transe no puede representar, para mí, un valor igual a lo que otorgo, sino que debe ser subjetivamente más. Tomemos en cuenta que, por sencillo que sea, el intercambio requiere movimiento: si lo entregado es equivalente o menor a lo obtenido, ¿no tendría más sentido ahorrarse las molestias?
Popular e ilusorio Montaigne
El principio comentado es de una lógica bastante simple, aún así, la frecuencia con la que encontramos la aplicación de la falacia de Montaigne es abrumadora. La célebre falacia asegura que todo beneficio comercial se obtiene en detrimento de una de las partes, y resulta tan popular en nuestros días como lo fue en el siglo XVI.
El planteamiento luce intuitivo porque generalmente suponemos al comerciante más grande, fuerte, capaz e importante que su contraparte, el consumidor. Se trata de un frecuente error perceptual. Al ser los indefensos consumidores quienes entramos activamente en un gran almacén lleno de opciones, con gente haciendo fila para soltar su dinero, conjeturamos “poder” de un lado y “debilidad” del otro.
No obstante, por grande que sea, el comerciante no puede ejercitar formas de coacción y, si lo hace, se traslada automáticamente al terreno criminal, saliendo enteramente del suyo propio. A menos que ese traslado ocurra objetivamente por parte de alguno de los involucrados, la libertad de no participar en la transacción se mantiene intacta cada vez.
El mercado no es perfecto
A diferencia de lo mucho que se dice al respecto, el mercado está lejos de representar un proceso perfecto; de la misma manera, tampoco existe para resolver problemas que consideramos importantes socialmente y no garantiza la satisfacción de necesidades o deseos. Solo establece las condiciones que favorecen negocios, esto es, si alguien está dispuesto a ofrecer un bien a un precio y alguién más a adquirirlo en tales condiciones, la transacción se realiza.
Este es un punto tradicional en el que predomina la confusión y surge la idea de que el mecanismo es sustancialmente distinto cuando las proporciones crecen. Curiosamente, asimilar el fenómeno en su versión simple genera una extraña desconfianza. La noción más esparcida y cómoda es la comentada: de un lado hay una omnipotente trasnacional y, del otro, un pequeño, aislado e indefenso consumidor.
La fantasía del producto especial
Algunas veces la razón para suponer que la estructura del intercambio se altera es la cantidad de los mismos. Obviamente una mayor cantidad de negociaciones y participantes genera fenómenos emergentes -usualmente negocios adicionales-, pero esto por sí solo no modifica la sustancia primaria del mismo ni su estructura.
En otras ocasiones, la excusa para suponer la incorrecta propuesta de Montaigne no son las cantidades sino las peculiaridades de ciertos bienes. El hecho de que estén cargados de simbolismo nacional, que su demanda se incremente en un momento dado, que sean catalogados de “estratégicos” o que hayan ocasionado grandes rentas en el pasado, suele ayudar a un sector a insistir en la necesidad de intervenciones, con el fraudulento fin de evitar injusticias, ajenas al natural curso del proceso. Sobra decir que la intención de esos superiores poderes se enfoca en su propio y, en este caso, ilícito beneficio.
Las naciones no funcionan como las familias
Hace aproximadamente cinco siglos el mercantilismo confundió dinámicas tribales con nacionales, al suponer que una nación estaba obligada a ingresar más dinero del que permitía salir, como si de una gran familia se tratase. Con ello, afianzó fronteras comercialmente inútiles, esforzándose por satisfacer la falsa urgencia de una “balanza comercial positiva”. Podemos disculpar que, en su momento, la psicología del absolutismo permitiese este error, pero resulta menos comprensible que se haya mantenido hasta nuestros días casi intacto.
Cada sistema que se entiende a sí mismo como cerrado -países, naciones o semejantes- ha adoptado esta enfermiza práctica, asumiendo que lo importante no es realizar tantos intercambios como la gente espontáneamente requiera, sino incrementar la demanda externa de los productos internos y reducir los requerimientos internos de bienes de otros países.
Propuestas genuinamente cómicas como “guerra comercial” solo tienen sentido partiendo de este malentendido, que es el mismo que lleva a los estados a implementar medidas de protección a industrias nacionales y penalizaciones a los que habitan fuera de sus fronteras. La idea es ganar una olimpíada estrictamente imaginaria.
No existen intercambios perjudiciales, lo vimos al principio: si un negocio no es conveniente para ambas partes la transacción, simplemente, no sucede.
Obviamente, algunas empresas pueden perjudicarse circunstancialmente por la competencia; pero el surgimiento, decadencia y desaparición de negocios es parte natural de la convivencia, al tiempo que carece completamente de sentido proteger a una industria incapaz de mantenerse con su propia productividad.
Es indiferente qué tanto simbolismo emocional concentre un bien específico, mientras más se exponga a la competencia abierta, más se verá en la necesidad de afinar eficiencia y reducir precios.
Si algún torpe burócrata, basado en populismo descerebrado, se empeña en proteger industrias propias, seguramente generará un excedente de productos baratos que irán a parar en manos de consumidores de otras latitudes, mientras la carga impositiva por la diferencia de precios la pagan sus propios contribuyentes. Paralelamente, las empresas de otras latitudes que puedan verse perjudicadas por productos subsidiados internacionalmente, siempre podrán canalizarse en novedosas direcciones productivas, teniendo mayores posibilidades de desarrollo mientras menores sean los estorbos innecesarios.