“Que no te duerman con cuentos de hadas”.
Joaquín Sabina
Una curiosa y frecuente inclinación a abandonar la construcción de soluciones en manos de la burocracia, se ve complementada por la propensión a desear orientar los parámetros de la misma, según nuestras propias fantasías.
Entre los deportes más populares, cuando menos en América Latina, se encuentra discutir cuáles deberían ser las medidas correctas a tomar por los gobernantes. Desde luego ellos no conocen la respuesta y nosotros tampoco, pero, como sucede con los aficionados a los deportes, le indicamos al televisor apasionadamente lo que hay que hacer:
Deberían restringir la movilidad completamente.
Habría que implementar un programa para desinfectar a todos los que salen a la calle.
Tal vez haya que construir cárceles más grandes, para separar a los privados de libertad, sin soltarlos.
En béisbol a esto se le llama mánager de tribuna. “Todos son generales después de la batalla”, es otra expresión que también aplica en este tipo de casos. Desde la cómoda imaginación resulta barato comentar lo que evidentemente hay que hacer.
El problema es que siempre debe ser alguien más quien ejecute las acciones. Las vías para que nuestras indicaciones se implementen no merecen construirse. Son apenas ilusiones que debería ejecutar el comodín discursivo que representa el Estado.
Estadozepam
El Estado podría entenderse como una especie de benzodiazepina. Este es un grupo de psicofármacos utilizados para el tratamiento de síntomas de ansiedad, depresión e insomnio. Algunas de las más conocidas son el bromazepam, clonazepam, lorazepam, diazepam.
Los psiquiatras describen los efectos de estos medicamentos de manera técnica: son sedantes, hipnóticos y ansiolíticos. Para quienes no los conocen, eso se traduce en mucho sueño y cierto mareo, capaz de aliviar la sensación de nerviosismo relacionada con la ansiedad, ayudando a dormir.
Todos hemos vivido situaciones de ansiedad importante, de manera que cabe incluir una curiosidad popular: ¿por qué no usamos benzodiacepinas en cualquier situación de incomodidad?
Podemos entender el estatismo como un modo de funcionamiento que emula el de los ansiolíticos; me refiero a una peligrosa e infundada confianza en que todo estará bien gracias a la existencia del estado, que se encargará de resolver problemas, como los que atravesamos actualmente.
El Estado comodín
No hace falta que la exigencia por remedios mágicos a circunstancias apremiantes nos inunde de vergüenza. Como tampoco es una deshonra requerir la ocasional colaboración de un profesional de la salud mental o de medicamentos de ese ramo. La necesidad de respuestas es comprobadamente humana y natural. A la mente no le gusta soportar la tensión que representa un problema constantemente abierto, una situación que no se soluciona. Automáticamente pasa a imaginar algo que cierre la gestalt y la desesperación ayuda a no ser demasiado exigente con las propuestas.
A todos nos sucede en momentos en los que las dificultades lucen avasallantes. Cuando hay un desastre natural, una guerra, un quiebre económico, un cambio involuntario de perspectiva, un fracaso fundamental. En estas situaciones, el ser humano vuelve a entrar en contacto con su fragilidad más original, con las paredes que demarcan el fin de sus capacidades.
Se trata de circunstancias en las que nos falta la dirección que lleva a la tranquilidad. Podemos imaginar la calma, sin dar con la forma de llegar a ella. Alguien más debe conocer cómo lograrlo. ¿Quién? Si este escrito fuese unos quinientos años más joven -o tal vez menos- la respuesta general sería Dios. Hoy, usando un método semejante respondemos: “el Estado”.
La superstición se reubica sin cambiar
El gesto de desesperación, que clama por una respuesta existencial desde un plano trascendente, está devaluado en nuestros días. Sobre la base de nuestra postura moderna y científica juzgamos tal gesto inferior, supersticioso o primitivo. No obstante, cubierto de gratuita prepotencia, el fondo del asunto se mantiene intacto.
Así, el conflicto que lleva a la desesperación sigue formando parte de nuestras dinámicas, la diferencia es que ahora son un poco más solitarias y avergonzantes. No solo “la pobreza es pudorosa” (como diría recientemente el actual Papa peronista), la impotencia lo es más aún.
Lidiamos con nuestra minusvalía clamando al estado, confiando en él, albergando la peregrina fantasía de que algún funcionario está haciendo “lo que se debe”.
Cabría suponer que una esperanza injustificada también podría activarse en tono capitalista: confiar en que alguna empresa resolverá el problema. Sin ser infalible, esta idea estaría mucho más conectada con la realidad, pues tal empresa no ofrecería una solución solo por su buen corazón, sino para conseguir beneficios en el camino.
De nuevo, sin representar tipo alguno de garantía, los mecanismos del mercado invitan a los participantes a idear y proponer opciones. Estas serán mejores o peores, egoístas o no las intenciones de sus participantes, pero el talante general con el que se enfrentan las dificultades es activo y participativo.
Estaríamos confiando en la posibilidad de nuestros semejantes, cuando nosotros no conseguimos respuestas y en la colaboración espontánea susceptibles de aparecer, con mayor eficiencia, en los sistemas de mercado.
Por esta vía, elaborar alternativas para conseguir remedios reales dejaría de ser cíclico, sintomático e infértil. Se trataría de poner en práctica ideas, arriesgarse a fallar; implicaría trabajar y hacerse responsable del resultado.