Recientemente me tropecé con parte de un debate transmitido en alguna televisora española. En él, Pablo Iglesias, con energía y orgullo, comentaba que ejecutaría diversas expropiaciones, obligado, el pobre, por la letra de la constitución española y la situación de emergencia. Me parece recordar que le acompañaron algunos aplausos.
No pude evitar intercambiar unas palabras imaginarias con Iglesias y terminé dejándolas en este escrito. Empezó siendo un ejercicio catártico, pero noté que podría ofrecer una ilustración válida del policromático despropósito que representan las políticas basadas en expropiaciones.
Monólogo
Imaginaba estar en el plató, diciéndole:
A ver Pablo, regálame tu móvil, ¿vale?.
¿No? ¿No te ha parecido suficiente que te lo pidiera? Intentemos de otro modo.
Verás, conozco a una persona; tú no sabes quién es, no te preocupes, pero te aseguro que es buena gente y necesita tu móvil muchísimo más que tú. Me lo dejas y yo se lo doy en el instante en el que la vea.
¿Así tampoco? ¿No te he convencido aún? Tal vez es que no te he dado la suficiente confianza. Es posible que pienses que te engaño y que, en lugar de dárselo a alguien que lo necesita me lo voy a quedar yo o, peor aún, se lo voy a otorgar a alguien que no lo requiere en absoluto y que forma parte de mi círculo personal.
No hay problema, que seguro resolvemos este pequeño impase: Soy un buen tipo, Pablo, jamás se me ocurriría engañarte. En serio que soy honesto cuando te digo que se lo daré a alguien que lo necesita para poder vivir de manera digna. ¿Qué te parece? ¿Ya estamos de acuerdo?
¿No? Pues vale. No pasa nada. Lo resolveremos enseguida. Acá en la billetera tengo 30 euros, te los voy a entregar para que termines de darme el móvil. Esta cifra no pienses que me la he inventado; he consultado a un grupo de expertos economistas que trabajan para mí, ellos aseguran que el precio de un teléfono celular usado, como el tuyo, vale eso. Es bastante justo que te pague esa cantidad. Especialmente después de haber confirmado que no estás dispuesto a otorgarlo libremente, como deberías.
¿Aún nada?
El despropósito de las expropiaciones
El diálogo-monólogo previo puede lucir como un chiste, pero calca la incomprensible lógica del argumento a favor de las expropiaciones. Que se puede desmentir de varias formas, de ellas, la que considero más elemental es la ética.
Aunque se le recubre de un aura de legalidad, constitucionalismo o necesidad social, la expropiación es un robo. Una frontal violación al derecho de propiedad.
Esto, en sí mismo, puede parecer superfluo pero no lo es. ¿Qué hace que ni Pablo ni nadie suelte el móvil ante una simple solicitud? Que la propiedad privada no es una convención que emerge de un grupo de personas poniéndose de acuerdo, sino que forma parte del repertorio de normas elementales de convivencia humana. Dicho con mayor simpleza: nadie entiende ni acepta alegremente que le despojen de lo propio; la primera y natural reacción es evitarlo. Se siente y se sabe injusto antes, durante y después del robo.
El argumento a favor suele montarse sobre el señalamiento de alguna necesidad “general”. El problema es que no se atiende a tal requerimiento, sino a la disposición del burócrata. En el ejemplo expuesto, yo podría haberle dado el número teléfonico a Pablo para que llamara a quien necesita su móvil. Pero la opción ciudadana nunca convence a los burócratas, que deben ser quienes controlen la situación, a su vez, porque desean ser los que se favorezcan directamente a través de un tercero o a partir de la simulada imagen de robin hoods.
Falsa santidad
¿Quiénes son estos ángeles perfectos? Preguntaría Milton Friedman y, con él, varios que nos hemos visto en la penosa necesidad de cuestionar lo obvio. Estas personas que se suponen dignas, honradas e inteligentes como para manejar las propiedades de todos, ¿están hechas de un material diferente? ¿De dónde han sacado esta contextura sobrehumana para decidir en el nombre de la sociedad? O mejor aún: ¿Qué los hace dignos de confianza?
Finalmente, el proceso expropiatorio plantea uno de sus elementos más perversos: inventar un precio “justo”, proveniente de la imaginación del funcionario. Proceso que deja por fuera nada más y nada menos que la voluntad del vendedor para establecer su precio o, peor aún, para decidir si le interesa participar en el intercambio.
Hasta ahora había dejado fuera de la escena este último aspecto que, de hecho, es el más importante para dar cuenta de la inoperancia ética de las expropiaciones. Consistiría en obligar al Pablo del ejemplo a darme su teléfono, a cambio de los treinta euros. La coacción es el ingrediente esencial y más pernicioso de este mecanismo favorito de los socialistas.
Además, no funciona
Estas son algunas de las razones por las cuales el robo, o las expropiaciones, son procedimientos éticamente minusválidos, con independencia de que aparezcan en una o en todas las constituciones legales del mundo. Sería posible pensar que su complexión ética no tendría nada que ver con su efectividad, después de todo, en el mundo de las ideas algunas cuestiones aberrantes pueden ofrecer variados tipos de resultados.
No obstante, la capacidad productiva de las expropiaciones suele ser de mínima a negativa. Sería lícito suponer que su ilegítimo origen les acompaña a manera de maldición y que es eso lo que les impide funcionar correctamente. No es solo eso, sino que estos-funcionarios-ángeles-del-cielo, que se consideran a sí mismos mejores administradores que el conjunto espontáneo de toda sociedad, suelen resultar considerablemente más impedidos de lo que habíamos calculado. Esa incapacidad, notable y comprobada en innumerables ocasiones, tiñe al producto de las expropiaciones, junto con la totalidad de la colectividad que las padece, de corrupción, ineficiencia y pobreza.
Como en tantas otras ocasiones, no solo no mejora aquello que decía resolver, sino que genera problemas adicionales que no existían antes de su implementación.
Ojalá que alguien se lo explique a Pablo.