Aunque no nos encanten, las quejas son parte fundamental de las relaciones. Permiten, a quien las expone, dibujar una idea más completa de lo que atraviesa. También facilitan, a quien las recibe, hacer conciencia del malestar ajeno y adoptar una posición al respecto.
Podemos ver que “quejarse” tiene funciones catárticas y comunicativas. Expresar el malestar permite descargar una pequeña parte de la frustración, al tiempo que informa del mismo a alguien más. Lo primero describe la función catártica, lo segundo la comunicativa.
El proceso puede iniciar la búsqueda de soluciones al conflicto de fondo, pero ese aspecto ya queda fuera del ámbito funcional de la queja. Ninguna recriminación tiene garantía de que su sola expresión lleve, inmediatamente, a una resolución de aquello que la produce.
Queja como síntoma
En el estrecho paradigma emocional vigente, lamentarse está un poco prohibido, de manera que casi todo reproche es considerado una demostración de debilidad. Esta perspectiva supone que las energías deberían usarse exclusivamente en la búsqueda de soluciones y no en el planteamiento de lo negativo de una situación. Lo cierto es que expresar malestar tiene un objetivo válido y necesario, el problema no proviene de la mera existencia de la queja, sino del momento en el que se desborda.
Los adolescentes, por ejemplo, son expertos en quejarse y su momento vital es acorde, dado que empiezan a comprender lo que sucede y las razones por las cuales algunas cosas son injustas. Al mismo tiempo, no cuentan aún con el aplomo suficiente como para dirigir acciones efectivas para cambiar o proponer vías que lleven a la mejora de las circunstancias. Por eso, ocasionalmente, parecen un racimo interminable de lamentaciones.
Fuera del ámbito pueril, si la causa y la queja se mantienen indeterminadamente, la legítima manifestación contra una inquietud puede ocupar el espacio de las acciones necesarias para implementar mejoras reales. Así, el reproche va perdiendo valor comunicativo y la función catártica se apodera del proceso, logrando que la lamentación sea reincidente y obstruyendo la búsqueda de soluciones.
En estos casos, quien demanda cambios ha quedado atrapado en un proceso infértil y repetitivo, pues esa mínima satisfacción proveniente del desahogo que produce la pequeña explosión emocional de quien sabe que tiene motivos para estar disgustado, resulta más segura que las complejidades de intentar resolver el problema de fondo.
El extravío violento
Por esta vía cíclica y sintomática, que solo es capaz de ofrecer la liberación impulsiva de cierta dosis de agresión, es posible pasar a niveles más violentos y difíciles de controlar.
Recordemos que una reclamación, por sí sola, no es capaz de cambiar las cosas, no está en su naturaleza hacerlo, es como un mensajero que lleva información. Las acciones forman parte de un departamento existencial diferente. Sin embargo, basado en un malestar auténtico producto de una situación injusta, quien se mantiene en la posición de reproche perenne se asegura el mantenimiento de la situación. Se ha hecho, sin saberlo, cómplice de aquello por lo que protesta, pues deja de lado acciones susceptibles de promover transformaciones más importantes.
En tal caso queda abierto el acceso a metodologías violentas, porque sucede como con el uso de las drogas: dado que su consumo no resuelve el problema original, puede suponerse que es buena idea aumentar las dosis (el proceso adictivo es más complicado, pero la metáfora aplica discretamente al caso). Cuando la queja se hace costumbre, es posible caer en el error de la violencia. No obstante, una vez que se adopta esta herramienta, queda invalidado quien la ejerce y, tristemente, también el mensaje que deseaba manifestar.
La deslegitimación agresiva del reproche
Existen varios factores que influencian aquellas protestas que inician su camino coherentemente, pero que se van tornando violentas. Uno de ellos, parte de la vivencia emocional que se da cuando los implicados se organizan, realizan manifestaciones de diverso tipo, empeñan tiempo, esfuerzo, recursos y, al concluir el evento, sienten que ha sido insuficiente, nada ha cambiado, hace falta algo más.
Es cierto: expresar inconformidad se circunscribe al ámbito comunicativo, su único trabajo es transmitir un mensaje eficientemente; con todo, la pretensión entrelíneas es que expresarse sea suficiente para que las cosas importantes cambien. Algo que requiere un trabajo diferente, que podría empezar con las manifestaciones, si sus participantes son capaces de mantener el foco y la disciplina.
La persistente tentación de caer en la furia gratuita o el vandalismo estéril abre la puerta a otro factor adicional, pues estas protestas pueden utilizarse para apalancar movimientos no afines a la razón por la cual se ejecutan. Conocemos de agentes políticos oportunistas, dispuestos a beneficiarse de movilizaciones espontáneas, así como de la confusión reinante.
El peligro de la ingenuidad
Es lamentable que un entusiasta grupo que se organiza para expresar su legítimo disgusto termine siendo utilizado por sectores con intereses divergentes en lugar de mantenerse firme en la búsqueda de la satisfacción de sus motivaciones de origen.
Los mecanismos pacíficos pueden ser desalentadores porque no son rápidos y lucen menos heroicos o definitivos. Sin embargo, siempre que haya instituciones democráticas en pie, es posible orquestar propuestas sensatas que impulsen cambios realistas, sin descalificarse admitiendo el protagonismo de los sectores más extremistas y violentos de las filas propias o peor aún, de las filas de grupos ajenos, que buscan concentrar visibilidad.
Siempre es buena idea protegerse de aquellos que solo desean ver el mundo arder.