En una tensa escena de Los Infiltrados (The Departed, 2006), el jefe de la organización criminal (Jack Nicholson), interroga a uno de sus colaboradores, en la búsqueda de un posible agente doble. Intentando no dejarse intimidar del todo, pero tampoco ser excesivamente irrespetuoso, el joven interpelado señala una innegable posibilidad: “One of these guys is going to pop you”, en español, “alguno de estos chicos te va a reventar”.
El infiltrado, representado por Di Caprio, alude a un ingrediente poco sorprendente de la vida criminal: la desconfianza. ¿Cómo dar por sentada la lealtad de colegas que se dedican profesionalmente a la delincuencia? Una pregunta que podría hacerse un grupo de políticos, cuya asociación con la delincuencia es palpable en sus sociedades. Dos ejemplos cercanos serían México y Venezuela.
Aunque infinidad de producciones cinematográficas, juegos de video y obras literarias sugieren que la vida criminal es apasionante, lucrativa y sexy; el propio fundamento de la estructura dificulta la posibilidad de su conservación, dado que no hay manera de fiarse genuinamente de sus miembros, por más que se esfuercen en enfatizar que sí.
El peso de la tribu
Es cierto que el señalamiento acerca del riesgo de traición surge desde una perspectiva individualista, como lo es una buena porción de la humanidad que no forma parte activa de ningún colectivo, que ostenta cierta autonomía y basa sus acciones en la tácita aceptación de los principios mínimos para la vida en sociedad, algo que tradicionalmente incluye el rechazo a las actividades criminales.
El lenguaje de la tribu es incomprensible para quienes no pertenecen a ella, de eso se trata. Pero es aún más extraño para quienes viven pocos vínculos grupales. Formar parte de un clan supone, en buena medida, que la identidad se sustenta en el acompañamiento fraterno que otorga la familia, la organización, el partido o la secta; muchos de los cuales ofrecen ejes morales particulares, independientes de otros más generales.
Los límites de la provincia criminal
La paradoja presentada en The Departed descubre un irresoluble conflicto cuando la actividad de un grupo es fundamentalmente criminal. De nuevo, vale el ejemplo de la cúpula Madurista, que no solo tiene vínculos con algunos criminales sino que presenta, en sí misma, todas las características de una institución dedicada al delito. La confianza en los códigos internos puede ser insuficiente para sostener, por sí sola, las presiones y las tentaciones que se presentan fuera de las fronteras de la organización.
Tomemos en cuenta que los miembros de una estructura delincuencial se enfocan en el beneficio personal, sin demasiada consideración por el daño que son capaces de causar a los demás: ¿Qué garantiza que no serán víctimas de alguno de sus compañeros?
Quienes forman parte de agrupaciones de esta naturaleza suelen responder: la estructura sobrevive gracias al firme respeto entre sus asociados, aunque no se ejercite con externos. Tal y como sucedería con una leal familia. Efectivamente, la intención es estimular lazos y representaciones familiares, fuentes de apego y compromiso.
El problema con esa respuesta es que, si bien existen personas que no forman parte de ningún grupo, todos los integrantes de las tribus son también individuos. En este caso, de un tipo bastante propenso a preferirse a sí mismos como individuos antes que a los demás, por muy cercanos que estos sean.
El miedo como herramienta
Los verdaderos instrumentos para la cohesión de instituciones criminales que persisten en el tiempo son la agresión y el temor. Una mitología grupal asegura que el líder es intocable, infalible, ostenta demasiado poder, se encuentra completamente lejos del alcance de los demás. De manera que cualquier traición o trasgresión es capaz de producir consecuencias aterrorizantes. Es especialmente relevante que estas son las ideas que configuraban el aura de grandes dictadores como Fidel Castro, Hitler, Chávez, Pinochet, Mao, Stalin o Franco.
Lo primero a lo que apela el crimen organizado es a emociones de pertenencia, arraigo y lealtad. Pero ante la antiética inherente, hará falta echar mano de mecanismos más pragmáticos y objetivos: la amenaza o realidad del daño.
Destructividad para la política
Teniendo todo esto en mente, ¿cuánto puede sobrevivir una organización partidista infectada de vínculos criminales?
Si tenemos dudas de lo funesto que puede ser dejar colar elementos sistemáticamente antiéticos, solo hace falta asomarnos a las sociedades en las que la violencia surge de las políticas oficiales, como sucede en Cuba o Corea del Norte: se establece un círculo vicioso en el que la democracia da pasos hacia atrás, mientras las prácticas forajidas se van atornillando.
No hay nadie enteramente seguro de que no será afectado, traicionado o utilizado, pero un sector tiende a suponer que puede beneficiarse de la situación, solo para quedar atrapado en el círculo vicioso. Es curioso que ese sector oportunista sea al mismo tiempo ingenuo y cínico.
Tal vez sea una buena idea concluir con otra línea de la película antes citada, en la que el protagonista presenta el sustrato de su filosofía, haciendo alusión a un clásico debate psicológico: “No quiero ser un producto de mi entorno, quiero que el ambiente sea causado por mí”.
Esta vocación, que se esfuerza en que la realidad sea a su imagen y semejanza, se torna espeluznante al provenir de un inescrupuloso delincuente. Dado que, en algunos lugares, su gremio no deja de malear el mundo en el que vivimos.