La tensión ideológica aumenta mientras el COVID-19 se mantiene como telón de fondo. Pocas de las disputas que enfrentamos antes de la pandemia lucen aliviadas y se asoman nuevas turbulencias cada día. La acumulación de frustraciones ofrece un cierto ánimo apocalíptico, invocado desde hace un buen tiempo por quienes lo reciben con alegría silenciosa, describiendo esa desesperación que asume que cualquier cambio representa una mejora.
Mientras el final llega -o se revela solo como una transformación más- se ve desafiada nuestra capacidad para resguardar los elementos propios de una civilización.
¿Quién se beneficia de la ausencia de centro?
Las dinámicas del extremismo son típicas de desencuentros ideológicos bastante vigentes en nuestros días. Quienes habitan posiciones moderadas anticipan la polarización de aquellos con quienes simpatizan poco, lo que trae consigo cierto temor, que les hace ir abandonando su mesura original.
Es como si estuviésemos sobre un piso que se desmorona poco a poco y, antes de caer aleatoriamente, preferimos tomar la dirección menos despreciada. Es evidente que son condiciones desfavorables para tomar decisiones importantes. Esta estrechez de pensamiento es precísamente incentivada por sectores políticos que se benefician de la crispación y de la polarización.
Además podemos notar que se trata de un escenario para la toma de determinaciones, también habitual al enfrentar el dilema electoral, en el que muchas veces decidimos en negativo, es decir, nos inclinamos hacia la opción menos mala, aunque sea distante de lo que nos gustaría realmente.
Las posiciones medias van vaciándose, supuestamente, porque “los otros” atacan y debemos ir corriendo a las trincheras.
Este tipo de nerviosismo es el más nutritivo alimento de los populismos; permite encarcelar grandes complicaciones en falsas reducciones, que parecen evidentes para un bando u otro. Las posturas intermedias son consideradas aburridas, poco urgentes y terminan en el injusto cajón de la irrelevancia. La inquietud se va inflamando, precísamente, para evitar soluciones más comprensivas y realistas porque no son lo bastante vertiginosas o emocionantes.
Máscaras del despotismo
Como las opciones políticas menos democráticas se nutren de la polarización, no están demasiado interesadas en que haya un entendimiento genuino entre los simpatizantes de posiciones antagónicas.
Un diálogo real permitiría conseguir puntos comunes; podríamos notar que los señalados adversarios no son alienígenas peligrosos y, como consecuencia de ello, elevar exigencias a nuestros representantes, que validen la existencia y voz de la contraparte.
La despolarización trabaja en contra de los fanatismos, algo que no representa un buen negocio para los políticos y, a su vez, el diálogo alivia la polarización. Pero si es así, ¿por qué dictadores despóticos como Maduro hacen llamados al diálogo?
Porque los populistas usan el lenguaje como una herramienta para la consolidación del poder, no para comunicarse o entenderse. Los llamados al diálogo son formas de tergiversar uno de los símbolos más democráticos que existen, como es el entendimiento entre diferentes. Simularlo, sirve para aparentar una tolerancia que no hace vida en sus políticas. También es útil para debilitar el entusiasmo o la unidad de los adversarios. En escasas ocasiones surge de una genuina intención de atender y validar posiciones distintas a la propia.
Defenderse o dialogar
Las tiranías mantienen una postura siempre defensiva, como si la sola existencia de los adversarios representase un ataque mortal. Es por eso que la retórica conflictiva sube a niveles de guerra declarada desde el principio. No existe la capacidad de navegar entre opiniones encontradas y, como parte de este proceso, los líderes políticos opresores simulan estar bajo ataque para unir a sus simpatizantes y exigirles obediencia ciega.
Una distinción fundamental implica definir cuándo resultará buena idea abrir canales de comunicación para el entendimiento o la comprensión mutua. Todo movimiento político cuenta con representantes reflexivos, no interesados en la aniquilación de sus rivales ni en mantenerse constantemente expuestos a la destrucción propia. Este grupo es capaz de conseguir terrenos en común con otros y, por supuesto, razones legítimas para entenderse con quienes piensan diferente.
Sin embargo, no funcionan soluciones globales, como la demanda indiferenciada de tolerancia, para todas las circunstancias, porque si enfrentamos intenciones auténticamente destructivas, cuya existencia hemos constatado bastante últimamente, el exceso de comprensión y la vocación democrática, es sencillamente aplastada.
¿Pensar antes de actuar?
Justamente, ante el peligro que representa la polarización, es fundamental que la actividad se someta a una capa adicional de revisión, antes de permitirnos ser disparados en direcciones que parecen una buena idea, por el brío del impulso.
El momento de la polarización debe ser, por contraparte, la hora de la reflexión. De otro modo seguiremos descubriendo círculos cada vez más profundos de gratuita destructividad.