En uno de los capítulos de la serie para televisión, The Big Bang Theory, y refiriéndose a alguna de las constantes exigencias de Sheldon, Penny sentencia cansada: “¡Eres imposible!”. El simpático asperger le responde: “No puedo ser imposible. Existo. Tal vez quieres decir que soy improbable”.
Ludwig von Mises habló de la inviabilidad del socialismo pero, como Sheldon, los socialistas descartan la idea a la ligera: “No podemos ser inviables, gobernamos en varios lugares”.
Fundamento de la imposibilidad
La renombrada imposibilidad no hace referencia a las dificultades de los políticos de esa vertiente -o de cualquier otra- para ganar elecciones, ocupar cargos importantes o avanzar sus propuestas, sino que apunta al gigante aprieto que representa manejar la información necesaria para realizar el cálculo económico, que permita la planificación eficiente de las sociedades modernas.
La discusión acerca de la inviabilidad del socialismo suele centrarse en el elemento cognitivo de la incapacidad; esto es, nuestras humildes limitaciones intelectuales para dar justa cuenta de fenómenos complejos. Aun así, si contáramos con la posibilidad de administrar correctamente todos los datos existentes hasta ahora, también haría falta predecir el futuro con buena puntería y, para colmo, quedarían por resolver las inconsistencias éticas vinculadas con torcer coactivamente las decisiones espontáneas de los ciudadanos. Con todo, los socialistas mantienen sus pretensiones, mientras simulan no entender de qué inviabilidad hablamos.
Un ejemplo: palazos de ciego populista
Una vez que sabemos que no disponemos de la información necesaria para tomar decisiones centrales e informadas en el terreno económico en una sociedad a gran escala, podemos indicar un ejemplo, bien conocido por todos, de las acciones que frecuentemente se emprenden para dirigir aquello que no es susceptible de ser dirigido.
No es casual que el control de precios sea la medida populista por excelencia. Ofrece al burócrata la sensación de mover la realidad como si se tratara del botón para subir o bajar el volumen de su radio. Es la medida que se considera, por excelencia, de salvación: “Este precio es injusto, de manera que voy a reducirlo para el beneficio de todos”.
Ojos bien cerrados
Continuando con la metáfora de la ceguera, algunos podrían replicar que muchísimos invidentes son perfectamente capaces de tomar decisiones con respecto a su propio movimiento. Un razonamiento con el que estoy totalmente de acuerdo, si concedemos que, partiendo de una restricción, cualquier éxito nace del reconocimiento de la misma. Es decir, a nadie le irá bien tomando decisiones como si viera claramente, cuando en realidad no ve nada. Esta es una de las vías directas al desastre, especialmente si se trata de una metodología que se ejecuta en clave colectiva.
De algún modo, lo único ante lo que hay que abrir realmente los ojos es a las propias incompetencias; o bien, a los incómodos límites de nuestras capacidades. No dudo que sea una experiencia dolorosa y difícil, pero es la única manera de alcanzar niveles aceptables y realistas de bienestar.
Un llamado a la humildad
La solicitud entonces, como podemos apreciar, va en la dirección de abrazar un mínimo de humildad. Por contraste, los ataques usuales desde la acera socialista se contentan con la ironía ante la imposibilidad de aceptar que el reconocimiento de límites sea la base de propuestas a favor del libre mercado.
Lo cierto es que quienes se adscriben a la propuesta colectivista no ofrecen mayores argumentos a favor de la planificación, dan por sentado que debe hacerse, como si fuese tan necesario como natural. Los más inocentes de quienes hacen filas en la comentada corriente aseguran que, para alcanzar objetivos como la igualdad absoluta o la salvación del planeta, solo hacen falta mayores dosis de voluntad política.
El vicio de la terquedad
Es posible que la constatación de las incoherencias económicas -y en otros ámbitos- de la propuesta socialista, sea insuficiente para que sus partidarios la abandonen. Después de todo, el foco se ha trasladado a un terreno característicamente sordo a todo planteamiento: la conquista y conservación del poder.
La psique dedicada a la política se ve tomada por el heroísmo habitualmente, una propensión tentadora: “esto no lo ha logrado nadie, pero en esencia es correcto, de modo que hay que intentarlo de nuevo”. El héroe, mal entendido, suele asegurar que cierta justicia debe restablecerse a cualquier costo. Pero, desde luego, ese precio termina pagándolo alguien más.
El primer problema es que, en esencia, la propuesta planificadora está preñada de fallas. El segundo, es que este empuje heroico dibuja una imagen espeluznante de cara al asalto al poder, pues no tiene ningún escrúpulo en destruir lo que sea para alcanzar sus objetivos. En algunos países de América Latina lo hemos experimentado reciente y obstinadamente, en esos casos en los que la vocación democrática ha debido ceder terreno ante una avalancha de triquiñuelas, tergiversaciones publicitarias o, llanamente, el uso de la fuerza bruta, por parte de los elementos socialistas más intolerantes y violentos. También viene pasando de modo alarmante en España y Estados Unidos.
Es por eso que a demasiados socialistas no les preocupa que sus postulados sean inaplicables en la realidad o que estén destinados al fracaso, porque incluso sabiendo que es así, su objetivo es acceder al poder, nunca soltarlo y, entonces, emprender su venganza. Dado que el motor emocional de la búsqueda de igualdad no es tanto alcanzar el bienestar de algunos, como es lograr el menoscabo de todos.