
Lo que hace un año era impensable, y altamente improbable hace tan solo seis meses, se volverá realidad.
Este viernes 20 de enero en la escalinata del Congreso de los Estados Unidos el presidente de la Corte Suprema de Justicia John Roberts juramentó a Donald J. Trump como el cuadragésimo quinto presidente en una historia de continuidad y sucesión democrática ininterrumpida desde que George Washington tomara el mismo juramento el 30 de abril de 1789 en las escalinatas del entonces Palacio Federal en Nueva York.
Pero la representación multipartidista de expresidentes como Barack Obama, Bill Clinton, George W. Bush y Jimmy Carter, subrayando el apoyo nacional a la entrega pacífica del poder a un adversario político, no puede soslayar el hecho de que la era Trump viene a romper con una serie de tradiciones y abre un camino, si bien lleno de esperanzas y oportunidades para algunos, también de dudas, presagios y temores de estar entrando en un mar desconocido y de aguas turbulentas para otros.
Por una parte, las interrogantes tienen que ver con el hecho de que el presidente Trump es el primero en llegar a esa alta magistratura sin haber desempeñado nunca un cargo de naturaleza política o de alto mando militar.
Otras, sin duda, señalan su singular estilo irreverente con el que ha convertido a las redes sociales, en particular Twitter, en la espada de defensa y contrataque de sus postulados y su particular visión de cómo resolver los problemas.
No se puede ignorar tampoco el fenómeno de que Trump, un exitoso empresario del mundo de la construcción y el espectáculo, cuente como una de sus principales bases de apoyo lo que se conoce como “los rezagados” de la clase trabajadora especializada y media baja, en su inmensa mayoría masculina y anglosajona.
Esta base de apoyo se considera víctima de una globalización que ha beneficiado a los más acaudalados (como Trump) y a otros países, a la vez que ha contribuido a un inmigración fuera de control que también amenaza su estilo de vida. Cómo actuará en torno a esos problemas y temores reales o imaginados es una incógnita que aún está por resolverse.
La selección de sus más cercanos colaboradores y los primeros escarceos con los legisladores tal vez nos da indicios de lo que está por venir.
Por un lado, la selección del Sr. Tillerson, hasta diciembre presidente de Exxon Mobil como secretario de Estado asoma su capacidad para decisiones inesperadas, y por otro sus selecciones para fiscal general, ministro de Defensa y las carteras de la economía deja ver con claridad que el establishment conservador tradicional estará bien cerca de la Oficina Oval.
Una cosa es cierta. Con tres “exalumnos” de Goldman Sachs, varios multimillonarios y una fortuna colectiva de sus miembros que excede los US$8.000 millones, pareciera que los miembros del primer gabinete Trump no tendrán problemas a la hora de decidir quién paga el almuerzo.
Quizás el área de mayor preocupación, la cual por cierto no fue despejada en la primera conferencia de prensa como presidente electo, son los conflictos de interés con las actividades económicas del emporio Trump.
Aunque no lo exige la Constitución, todos los presidentes anteriores han puesto sus fortunas en fideicomisos ciegos, administrados por terceros. Trump al parecer pretende que sus hijos sigan administrando los negocios, lo cual se presta para complicaciones de índole ético en un futuro no lejano, a los que sus adversarios políticos seguramente buscarán sacarle partido. El desenlace de esta situación puede traer problemas de desempeño por ahora inesperados.
¿Y Venezuela? Si nos guiamos por la transición, el interés latinoamericano de Trump se limita a la construcción de dos muros, uno físico y otro arancelario con México. Tal vez la presencia de un hombre del mundo de petróleo en el timón del Departamento de Estado cambie esa percepción, pero debemos ser realistas y entender que estamos bien a la cola de la agenda del nuevo inquilino de la Casa Blanca.