Cuando de magnitud de crisis económica se trata, las cifras de Venezuela son como sus geografías y como sus recursos naturales: abundantes y aptas para el libro de Guinness.
La hiperinflación más severa en la historia del continente; una contracción de la actividad económica que en vez de detenerse se acelera y ya es mayor que la que sufrieron los países del Eje en la segunda guerra mundial; la diáspora más grande que recuerde la región, sobrepasando ya hasta la cubana; un descenso al parecer imparable de la producción petrolera que en un momento fue la mayor del mundo; y una inclinación obstinada de los gobernantes por seguir cometiendo los mismos errores económicos una y otra vez.
A ocho semanas de haber sido anunciado un programa de ajuste–que tenía visos de ser cuando menos el tímido inicio de una reforma monetaria viable–las grietas que se han producido entre los enunciados y lo efectivamente implementado, lleva a la conclusión de que muy poco ha cambiado en cuanto a aplicación de políticas económicas erradas que ya han traído al país a la lamentable encrucijada en que se encuentra.
Con toda seguridad, el ancla más importante de ese programa era retomar una disciplina fiscal que eliminará en corto plazo el enorme déficit que se financia con bolívares electrónicos sin respaldo. La eliminación de ese déficit requería varias cosas que debían haberse ejecutado simultáneamente para crear caja y credibilidad.
La primera era dejar de regalar combustible llevando su precio a un nivel razonable. Desde hace semanas, oímos como el presidente promete que “la semana que viene anunciará” el nuevo precio, anuncio nonato que promete venir acompañado de complicados esquemas de subsidios cada vez más fantasiosos e inaplicables, pero mientras tanto la gasolina se sigue regalando.
Adicionalmente se requería una fuente de financiamiento externa que está por aparecer, y la puesta en venta de empresas públicas convertidas en rémoras en manos del estado, pero con potencial de generar ingresos al devolverlas a su ubicación natural en el sector privado.
La segunda condición anunciada e indispensable era el restablecimiento de la libertad cambiaria que, si bien se llegó inclusive a plasmar en un nuevo convenio cambiario, en la práctica no se ha producido. El convenio cambiario quedó como jarrón chino al no ser complementado por las normas de funcionamiento que permitieran a la banca operar, quedando las operaciones oficiosas en un nuevo viejo DICOM de subastas opacas a un precio artificialmente anclado a pesar de dos meses de inflaciones superiores al 200% mensual, mientras las operaciones privadas, sobre todo las corporativas se hacen a tasa que ya duplican el raquítico DICOM. En otras palabras: más de lo mismo.
Donde las autoridades parecen haberse concentrado de manera obsesionada es en las medidas compensatorias, pero en estas también se ven las grietas: Acordar precios con una parte de la cadena productiva a punta de escopeta y encarcelando gerentes sin atención a la dinámica inflacionaria no parece ser la mejor forma de estimular la inversión.
Tampoco parece ser la mejor forma de estimular la eficiencia laboral en entes del Estado y empresas públicas, el hacer una corrección del salario mínimo a USD $30 por mes, para luego convertirlo prácticamente en salario único al eliminar las escalas por mérito existentes en los contratos colectivos. Remunerar a un obrero especializado, un ingeniero, un médico, un profesor con doctorado o un general con un techo de ingresos del doble del salario mínimo, no es precisamente una solución sostenible.
Las grietas del plan de ajuste demuestran que sin creer en el mercado es muy difícil abrir la economía hacia el mismo. Para un país cuyo principal producto de exportación son los hidrocarburos, que a su vez dependen de la posibilidad de moverse en el mundo financiero global, persistir en mantener la economía venezolana cerrada al mundo es condenarla a un proceso de contracción permanente cuyos límites parecieran estar tocándose.