
Cada día que pasa, Venezuela conquista más posiciones en diversas categorías del libro de Guinness: una contracción económica en escasos cinco años mayor que la que experimentaron países devastados por guerras mundiales como Alemania y Polonia; la primera hiperinflación registrada en un país petrolero, que de paso es la más intensa de un continente en el que ha habido varias; una diáspora a múltiples destinos que dependiendo quien mida excede el 12 % o 15 % de su población más joven y educada que amenaza con intensificarse en ausencia de un desenlace político y pare usted de contar.
En las últimas semanas el equipo económico de Miraflores ha tomado algunas de las medidas que normalmente se asocian con una reforma económica: actualización parcial de cifras emitidas por el BCV, liberación cambiaria, liberación tácita de los precios al consumidor; y, dada la casi total ausencia de medios de pago en moneda local, la progresiva dolarización de transacciones para comercio y servicios.
Sin embargo, el problema que persiste: estas medidas, tomadas de manera aislada sin querer o sin poder llegar al meollo del asunto, lo que ya era una depresión económica combinada con colapso de servicios públicos, lejos de mejorar la situación, la están agravando exponencialmente. Liberados los precios ahora los anaqueles están llenos, pero las colas en las cajas registradoras han desparecido; el encaje de 100 % combinado con una modesta disminución de la impresión de dinero inorgánico ha frenado la liquidez, pero eliminado casi por completo la función de intermediación de la banca comercial. Todo lo cual se refleja en las cifras de colapso de la demanda reportada por Conindustria en su más reciente encuesta.
El problema es que lo que falta para una reforma monetaria exitosa se puede decir en dos palabras: inversión masiva, pero envuelve todos los elementos que conforman la catástrofe socio económica venezolana. El país necesita ingentes sumas de inversión en magnitudes de miles de millones de dólares, que solo pueden provenir en un inicio de préstamos multilaterales y bilaterales, como en su momento sucedió en la Europa de posguerra con el Plan Marshall, pero para que sea sustentable, estos tiene que venir seguidos de cantidades aún mayores de inversión privada nacional y extranjera. Para que suceda lo primero, tiene que haber un solo gobierno, en que los multilaterales confíen por su capacidad de resolver el déficit democrático existente (tener 700 presos políticos y buna parte de los líderes opositores restantes inhabitados no es precisamente la forma de ganarse el respeto de esos entes). Para que suceda lo segundo hace falta la restitución del imperio de la ley y garantías creíbles al respeto de la propiedad privada, nada fácil, aun con un gobierno de transición democrático, luego de décadas de irrespeto a esos derechos por parte de legisladores, administradores, y tribunales.
Cuando Maduro anuncia, en cadena nacional nada menos, que se va hacia una Venezuela potencia por una inversión de 286 mil millones de bolívares en un plan de siembra, de lo que habla, si es que se llega a invertir, es de unos míseros 46 millones de dólares: eso no es ni el 0,005 % de lo que se requiere en unos primeros 180 días de reconstrucción. No hay duda de que siempre quedan intersticios entre los cuales quienes ostentan el poder pueden medrar, pero a estas alturas es a costa de un empobrecimiento brutal del 90 % de los venezolanos, y de una paralización del país que ya ha perdido su conectividad aérea, y en buena parte marítima y financiera.
Reconocer que las inversiones masivas que se requieren solo pueden venir por la vía descrita no es una alternativa, es la única opción si es que Venezuela va a revertir el colapso económico en que se encuentra, pues no son precisamente los cubanos y rusos quienes pueden proporcionar la magnitud de préstamos e inversiones que se requieren.