EnglishEl congreso de Nicaragua, a solicitud del presidente Daniel Ortega, aprobó hace pocos días el proyecto de construir un canal interoceánico por la ruta del río San Juan y el gran Lago de Nicaragua. La vía, ya propuesta desde los tiempos de la colonia hispánica, fue la alternativa escogida por el famoso comodoro Vanderbilt, quien a mediados del siglo XIX intentó construir por allí un pasaje que conectara el Atlántico con el Pacífico en detrimento del proyecto que prefería la vía de Panamá. Como bien se sabe, fue esta la alternativa la que triunfó, no sin antes superar inmensas dificultades.
Una empresa estadounidense construyó primero un ferrocarril que conectaba ambos océanos y, luego de un intento frustrado de la compañía francesa que encabezaba Ferdinand de Lesseps, los Estados Unidos lograron consumar la hazaña –técnica y también sanitaria- de crear el sendero entre los dos grandes mares de la Tierra. El Canal de Panamá fue la más grande obra de ingeniería de su tiempo y se convirtió pronto en un estímulo para el comercio mundial, pues abarató enormemente los costos de los intercambios internacionales y por lo tanto el de las mercancías que se importaban. Después de varias décadas, sin embargo, el canal comenzó a hacerse estrecho: inmensos barcos que aprovecharon la revolución en el transporte que introdujo el uso de contenedores resultaron demasiado grandes para pasar por sus magníficas esclusas. Panamá, ya dueña del canal, decidió ampliarlo, en un proyecto de 5,250 millones de dólares que está ya a punto de concluirse.
Los nicaragüenses nunca han dejado de lamentar que no fuese su país el escogido por tamaña empresa y ahora, con un comercio mundial que crece sin cesar a pesar de las crisis, han vuelto a desempolvar el sueño de tener –también- su propio canal. Un consorcio de inversionistas liderado por un empresario de Hong Kong elaboró el proyecto para realizar los gigantescos trabajos que supone abrir esa vía. El costo estimado es de US$40.000 millones. No faltan, sin embargo, los detractores y las críticas.
Entre las principales objeciones técnicas está la escasa profundidad que, en realidad, posee el Lago de Nicaragua, que obligaría a enormes trabajos de dragado, y las repercusiones muy negativas que las obras podrían tener para la fauna y la flora de la región, que quedaría incomunicada a ambos lados de la vía. Costa Rica, que comparte un tramo del río San Juan, podría también levantar objeciones de peso, aunque las mayores críticas en Nicaragua se dirigen a las condiciones financieras del plan, que dejarían buena parte del país en manos de la empresa constructora por casi 100 años. También se objeta la posible participación personal que el presidente Ortega tiene -o llegue a tener- en el consorcio del nuevo canal. El presidente, más allá de la retórica izquierdista que lo ha alineado con el chavismo venezolano, es en la práctica un hábil negociante, un populista que no descarta nunca los buenos negocios, sobre todo cuando lo benefician a él personalmente.
Pero Nicaragua no es la única nación que acaricia la idea de vincular ambos océanos, proporcionando rutas que compitan con la ya tradicional de Panamá. En México se adelantan los trabajos para completar una vía férrea rápida por el istmo de Tehuantepec entre el puerto de Coatzacoalcos y el de Salina Cruz, mientras un amplio grupo promotor está comprando tierras en el oriente de Guatemala para construir lo que llaman un “canal seco” que una los dos océanos. El proyecto constaría de dos ferrocarriles rápidos, una supercarretera y un oleoducto. Los promotores aseguran tener ya un solo predio –comprado o comprometido mediante intercambio de acciones- que une el Pacífico con el Atlántico. También en Honduras existe un plan para construir un amplio y complejo corredor interoceánico. El tema se discute en realidad en todos los países del istmo centroamericano, y hasta en Colombia, pues todos están ansiosos por participar de algún modo en una nueva era de prosperidad.
Las críticas, las dudas, las discusiones, surgen por todas partes. Los ecologistas, un tanto apresuradamente, ya alertan sobre los peligros de obras de tal envergadura, manifestando en general una posición conservadora que, de seguirse al pie de la letra, paralizaría por completo el desarrollo económico de países tan necesitados de progresar. Otras voces, también en el fondo conservadoras, señalan que no existe un volumen de comercio suficiente como para justificar tantas iniciativas que compiten entre sí. No negamos que, quizás, unos u otros tengan algo de razón, aunque es bueno recordar que la construcción de grandes obras de infraestructura debe decidirse teniendo en cuenta no solo las realidades existentes, sino los propios cambios que esas obras, al realizarse, crean en la demanda de servicios.
Aun cuando la mayoría de estos proyectos no llegara a concretarse, como es muy probable, la fiebre por aparecer en el mapa de las grandes rutas del transporte mundial nos resulta una señal positiva. América Latina quiere participar como actor de primera línea en la expansión mundial de la economía, se ve ahora como un puente y no como un obstáculo para los otros continentes y, lo más importante, parece ir abandonando esa tendencia a la autarquía que tanto perjudicó su desarrollo en la segunda mitad del siglo pasado y que todavía persiste en países como la Argentina o Venezuela.