EnglishPasó ya el tiempo en que millones de disciplinados soldados armados con fusiles, tanques y cañones, se colocaban en el frente, ante otros millones de enemigos armados de modo parecido, para entablar batallas sangrientas que desplazaban la línea que los dividía a favor del vencedor. Este tipo de combate fue la regla durante la Segunda Guerra Mundial y la de Corea, así como en algunas otras guerras de la segunda mitad del siglo XX, donde resultaba claro el desenlace de la lucha. Pero, ya en esa época, se generalizó un nuevo tipo de enfrentamiento armado, una lucha desigual que bien podría llamarse asimétrica: la guerra de guerrillas, cuyo más conspicuo ejemplo fue Viet Nam, pero que asoló tambiéna América Latina y hoy asume formas un tanto diferentes a las de pasadas décadas. En la actualidad se habla profusamente también de la guerra contra el terrorismo, a la que nos referiremos en un artículo posterior.
Por otra parte, hace cosa de cincuenta años se inició otro tipo de confrontación que, un tanto metafóricamente, se dio en llamar la guerra contra las drogas. Su fin era loable: prohibir el consumo de ciertas sustancias que producen perniciosos efectos sobre el organismo y conducta humana, y combatir a quienes produjeran y traficaran con ellas. El enemigo de esta guerra, sin embargo, no quedaba perfectamente definido: era el narcotraficante, claro está, incluyendo a productores y transportistas de todo el mundo, pero lo era también el consumidor, que podía pagar con años de cárcel –y hasta con la muerte, en algunos países– la osadía de dedicarse al consumo de ciertas drogas.
La guerra contra las drogas lleva ya varias décadas y se ha expandido ahora de un modo que, cuando comenzó, resultaba difícil de imaginar. Despiadadas organizaciones o cárteles que poseen inmensos recursos financieros siguen floreciendo en todos los continentes, el consumo no parece disminuir y enormes aparatos represivos se han destinado a combatir un tráfico creciente, que siempre parece encontrar nuevas rutas e ingeniosas modalidades cuando se cierran sus habituales canales de trasiego. Miles de personas han perecido en esta guerra que sobrepasa los recursos y las posibilidades de muchas naciones pequeñas, enfrentadas hoy a bandas poderosas de traficantes que disponen de las más sofisticadas armas e ingentes recursos.
Lo ideal, no cabe duda, sería que pudiera ganarse esta extraña guerra: que cesara el consumo y la producción de estas sustancias, que en todo el mundo se acabase esta actividad tan dañina. Pero este final no está a la vista y, entretanto, la guerra contra las drogas nos está afectando a todos: en muchas regiones y países se ha creado un insoportable clima de violencia que dificulta las actividades productivas y, para eliminar lo que llaman el “lavado” del dinero, los gobiernos han impuesto controles sobre muchas actividades cotidianas, como las transacciones monetarias, los movimientos de capitales o algo tan sencillo como la apertura de una cuenta bancaria. La guerra continúa –tan intensa o más que antes– y por eso surgen en nuestro ánimo algunas perturbadoras preguntas: ¿cuándo, en qué condiciones, de qué modo podrá ganarse esta guerra? Porque en este caso no hay un territorio a conquistar, ni un ejército a derrotar, ni un posible armisticio que firmar: cualquier persona puede incorporarse al narcotráfico, cualquier persona puede ser, o convertirse, en un consumidor.
¿Podrá desterrarse para siempre el consumo de drogas, como se han eliminado, de una vez y para siempre, algunas enfermedades contagiosas? Lo dudo, sinceramente, pues la historia de la humanidad muestra lo contrario. Si siempre ha habido personas deseosas de probar y consumir estimulantes y narcóticos de toda clase, si siempre habrá consumidores de estos productos, ¿cómo evitar que otras personas, deseosas de obtener ganancias, se dediquen a producirlos y venderlos? Como se ve, la guerra contra las drogas es, técnicamente hablando, imposible de ganar. Y esta conclusión nos lleva entonces a otras preguntas, cuyas respuestas me parecen imperiosas: ¿la mayoría de las personas –que no somos traficantes ni consumidores– estamos obligados a soportar, indefinidamente, los problemas que esta guerra nos trae, vulnerando nuestros derechos individuales con la excusa de una causa justa? ¿Qué podemos hacer para controlar el problema de las drogas sin que ello signifique continuar con una guerra de duración indefinida?
La respuesta no es fácil, pero diversas iniciativas que hoy promueven gobiernos y personalidades de América Latina parecen ser pasos significativos para acercarse a una solución. Ojalá que sea así, y que la sensatez y el sentido común puedan derrotar en este caso a las posiciones dogmáticas y los intereses creados que tanto daño están causando a los ciudadanos comunes que nada tenemos que ver con esta inacabable guerra.