EnglishComo todos sabemos, la llamada guerra contra el terrorismo comenzó el día 11 de septiembre de 2001. Y las guerras, según dice un viejo adagio, se sabe cuándo comienzan pero no cuándo terminan.
En un artículo anterior me ocupé de la llamada guerra contra las drogas, la que considero –como muchos otros analistas- realmente imposible de ganar. Mucho me temo que, por diversas circunstancias, en el caso de la guerra contra el terrorismo nos encontremos frente al mismo callejón sin salida, en un combate que no tiene un fin previsible ni que sea posible ganar por completo.
Una de las razones es que, cuando se trata de terrorismo, el enemigo no puede definirse ni aislarse con precisión: existen poderosas organizaciones terroristas, como Al Qaeda o las FARC en Colombia, pero también funcionan grupos autónomos medianos y pequeños, que se organizan y se disuelven con increíble facilidad. Hasta un individuo aislado, sin apoyo logístico alguno y utilizando materiales de venta libre, puede causar atentados imprevistos y terriblemente destructivos. Por eso, nunca se tiene total seguridad de haber eliminado o neutralizado a todos los miembros de los grupos conocidos, o que no se formen nuevas organizaciones, o que individuos de mentes alteradas no estén planificando nuevos atentados. No estamos luchando contra un ejército formal y localizado en un sitio preciso, sino contra organizaciones de increíble flexibilidad, que se pueden disimular entre la población civil y que están motivadas por muy diversos pero siempre peligrosos fanatismos.
Para poder controlar efectivamente todas estas amenazas, reales o potenciales, los gobiernos deberían imponer controles muy severos y constantes sobre toda la población, estableciendo en la práctica lo que podríamos llamar estados totalitarios y renegando de todos los principios de la democracia liberal. Esto, por cierto, no es posible y nadie lo desea, aunque es lógico que por su parte, la población pretenda que los gobiernos tomen drásticas y eficaces medidas para combatir las amenazas terroristas. Por lo tanto, las soluciones a este dilema se han ubicado en un punto intermedio: no se respetan por completo las libertades individuales, pero en la realidad tampoco se llega a los terribles extremos que serían necesarios para -tal vez- eliminar el terrorismo.
En la práctica, la mayoría de los gobiernos he recurrido a métodos de control generalizados: no podemos llevar ni un cortaúñas ni un frasco de perfume cuando embarcamos en un avión y debemos quitarnos hasta los zapatos mientras nos examinan antes de abordar; no podemos retirar más de cierta suma en efectivo de nuestra cuenta de banco y nuestros correos y mensajes electrónicos son escrutados, no cabe duda, por decenas de oficinas de seguridad en todo el mundo.
Pero aun así, los controles son de relativa utilidad: no se pueden controlar todos los transportes colectivos del planeta, los numerosos parques y lugares públicos que existen, los eventos deportivos, culturales o religiosos que atraen a grandes multitudes. Para colmo, los terroristas resultan diabólicamente ingeniosos: siempre idean nuevas modalidades y métodos de acción y, lo que es más inquietante, en muchos casos están dispuestos a sacrificar su propia vida para hacer daño a personas inocentes.
Con todas estas medidas nuestro derecho a la privacidad se va perdiendo aceleradamente, aunque todavía somos pocos quienes reclamamos contra estas invasiones a nuestra vida cotidiana. El ciudadano corriente siente y se molesta un poco por estas constantes y crecientes intromisiones, pero quiere ante todo que se lo proteja de posibles e inesperados atentados. Estamos atrapados entre dos deseos, cada uno completamente legítimo, pero que se han convertido en contradictorios entre sí.
El verdadero problema es que los gobiernos se sienten ahora con el derecho de hacer cualquier cosa para luchar contra el terrorismo: todo se hace por razones de seguridad, como si por la seguridad debiéramos abandonar nuestras libertades personales y quedar sometidos a las medidas que cualquier experto tome –equivocadamente, en muchos casos- con el propósito de protegernos.
No debemos tomar a la ligera la forma en que hoy, con las mejores intenciones, se han cercenado nuestras libertades: no son medidas transitorias como nos las han presentado en un principio, sino el comienzo de un estilo de vida que nos llevará a movernos bajo constante vigilancia, siempre sometidos a tutela, como si nosotros mismos fuésemos los terroristas. Por eso pienso que el tema debe discutirse a fondo, que cada medida debería ser estudiada con cuidado para revisarla, modificarla o cancelarla cuando sea necesario, que no debemos permanecer pasivos: ni ante el terrorismo, por supuesto, ni ante lo que gobiernos o entidades de cualquier tipo hacen con nuestras vidas con acciones que a todos nos afectan. Creo que, en definitiva, sería muy mal negocio que entregásemos nuestra libertad a cambio de una protección que convertirá a los gobiernos en una especie de despotismo benevolente pero profundamente intrusivo e imposible de controlar.